miércoles, 27 de abril de 2011

Capítulo 7 LOS DATOS DE OFELIA


Después de unos días y por ahí del capítulo VII, Julián Rojo volvió a aparecer en el papel para recordar las calles de Félix Cuevas e Insurgentes, la habilidad que tuvo que desarrollar para disputarse esa esquina y vender el periódico sin tener que darse de golpes, porque siendo miope, llevaba siempre  las de perder.
En esa época, hay que confesarlo, había que “mojar la muñeca en el activo” y así sufrir menos penas. Fueron años de vivir sin memoria, como habitar, en un mismo día, un lugar de niebla y otro sin ella,  por  su afición a  "pegarle al chemo”.
Julián pensó que sólo sus antiguos compañeros entenderían esas expresiones de “pegarle al chemo” o “mojar la muñeca en el activo”, algo que ni siquiera su autor, que supuestamente era tan culto, hubiese podido imaginar, porque eso quería decir algo más que inhalar cemento, significaba  irse a tratar con los demonios para ser aceptado de regreso, imaginar lo bonito a precio de neuronas y todo eso para sentirse menos solo.
Quien más, quien menos - se dijo a sí mismo Julián -, todos éramos rateros. Los coches estacionados eran nuestro imperio y los tapones, espejos, faros o parrillas, eran fáciles de vender y hasta se podían cumplir encargos.
Eso daba mucho más dinero que “el veinte” que se ganaba en cada periódico y también era una forma de venganza contra de todos esos ricos que apenas se dignaban mirarte y así,  quien al final del día no había logrado robar nada, era siempre alguien menos que los demás.
Todas las noches, allá en las calles de Roldán, Don Richard aceptaba todo tipo de objetos a cambio del thiner o de unas monedas, sin importar de donde viniera, y también se le podía pedir fiado. Ya con más lana, podías comprar cualquier otra cosa que quisieras.
Pero los mejores robos estaban en la mente de Julián, se iría a Paris y viviría en el Royal-Palace, igual que Fantomas lo hizo alguna vez, y ahí aprendería a robar joyas. Regresaría al barrio irreconocible, como un aristócrata bien vestido, bien bañado y bien peinado, que además aprendió a hablar francés.  Una noche vería entre sus amigos a quien escoger para hacer su propia banda y se convertiría en un personaje admirado y respetado,  porque después de todo, ser listo es lo que más vale y lo que admira la gente, y quien no ha estafado a alguien es porque no ha tenido nunca esa oportunidad.
Paralelo al recuerdo de ese sueño que nunca se cumplió, Julián fue recreando formas más simples de ser feliz y que por entonces existían, y se daban de vez cuando, como el sabor de los panes en los cafés de chinos que se mostraban  desde las vitrinas, o ya más grande el lujo de haber entrado a lugares como el “Bucabar” o al “África”, allá por la calle de Bucareli, un día que se encontró una cartera, y el esperar la realidad  hasta la llegada del día siguiente, pegado a los otros y haciendo ”cucharita” en el techo de un baño público que estaba por por la "Plaza Garibildi”.
En esos días Julián dormía casi contento de haberse librado de una “calentadita” por parte de la policía, que tampoco tendría por qué aparecer en sueños, porque estaban todos juntos y abrazados unos a otros. Y así en las madrugadas, por ahí de las seis y luego de acomodar las secciones de los periódicos, todos se iban a su recorrido o a su esquina y Julián cargaba, además de las noticias, con la esperanza de encontrarse “por casualidad” con su padre.
Soñaba que iba aparecer alguna vez al dar vuelta a una esquina para que pudiera  decirle que no había problema, que no importaba lo que hubiera hecho podía regresar, y aunque no trajera dinero o no tuviera trabajo, no había problema. Lo importante es que estuviera en la casa porque hacía mucha falta, todos lo iban a perdonar y nadie pensaría que era muy güey por haberse dejado atrapar.
Julián, caminaba siempre por las calles, imaginando el Paris de Fantomas y regresando a platicar con Don Germán Bidasoa, quien le decía, bromeando, que era mucho mejor negocio vender los periódicos que escribir en ellos.
Julián tenía un pleito con las palabras porque se las calló de niño, porque debieron surgir en el momento oportuno y no sólo servir de pretexto a un autor en la búsqueda inútil de una explicación de sí mismo, porque solamente servía de comparsa y en el fondo,  cualquier explicación dicha por otro  sería  siempre ajena a él, a él que tenía que sufrir una y otra vez a causa de los recuerdos ajenos.
Las cosas, las circunstancias, los momentos, debieron estar antes. Debieron ser oportunos y por qué no, hasta distintos o menos duros, compartidos con alguien más que estuviera cercano y no con quien jugaba a ser Dios en su cuaderno o la computadora.
Julián pensó  que a nadie le importaba ser testigo de lo que realmente le había pasado, que alguien le robaba las mejores escenas de su vida y presentaba solo las más crudas o tristes,  que nunca quedaría escrita su protesta porque no se había atrevido a decirla en el momento de suceder las cosas.
Finalmente había buscado una forma de pertenencia y de afecto en la ciudad más complicada del mundo y la había encontrado en lugares que no estaban escritos; en el olor a mariscos de un mercado, en el silencio que recordaba de su  niñez alegrada por su relación amorosa con una vieja gorda, cincuentona y madre de su mejor amigo, y no sólo en su relación con Pascal Lezama, que no era otra cosa que escritor mediocre.
Julián se había dado cuenta que no bastaron los libros de aventuras que le prestaba Don Germán para encontrar esa respuesta y que, por culpa de su autor, hoy lo separaba de una sociedad enferma, vicio del onanismo y el espejo, sólo el hilo delgado de una crítica cierta, la complicidad y el cinismo que expresaba la novela.
Por eso había abandonado todo a la desidia, por ver si era posible echar el ancla, parar alguna vez sin tener que seguir caminando las calles sin voluntad ni rumbo. Ya no le quedaba ni siquiera el consuelo de una reunión social donde su autor quisiera llevarlo, aún que él tuviera que escuchar la historia repetida de sus viajes de los cafés de Buenos Aires al jazz de Nueva Orleáns, porque a Pascal no le gustaba  que los demás se enteraran que fue pobre, le parecía de mal gusto hablar de eso y lo obligaba a quedarse siempre sin salir del papel.
Así, de nuevo embarcado en una  circunstancia inventada  por su autor, un viento se detuvo y Julián, en la calma chicha de su tristeza, encendió un cigarro...
Por su parte Pascal, desde su computadora, piensa en la voz de Ofelia y en franca huída del recuerdo, hace al personaje escuchar el timbre del teléfono en su oficina, a punto de un naufragio personal que él se quiere evitar.
Como respuesta a un S. O. S  que no fue lanzado por él....Julián  tendrá que contestar la llamada.
“ - Mi querido "Rouge", no sé que estás haciendo en la oficina, pero quiero informarte que hay un sol maravilloso y que el bosque de la carretera a Toluca debe estar padrísimo, dejo al niño con mi mamá y aunque es todo un volteón, paso por ti.
- Traigo una botella de "Herradura" en el coche y me llevo un buen material de lectura, nomás espérame en la puerta para no tener que estacionarme”.
Dijo finalmente, sin esperar respuesta.
Ofelia creía en Dios y no decía mentiras, había llegado por intuición a darse cuenta que amar era la única puerta de entrada al universo y decidió ser extranjera porque lo era en sí desde su nacimiento. Ofelia era ese “alguien” que perturba nuestra casa y que a pesar de todo y contra todo es libre.
Como toda gente sabia, aceptó siempre lo inesperado y tuvo problemas con Dios y con el diablo, porque era incapaz de incluir una dimensión moral a su inteligencia y además era muy bella.
Seductora sin duda, Ofelia era un desconcertante fuera de lugar que puso al descubierto la intención amorosa de quienes se quedaron atrapados por su evasión infinita. Se enamoró de ella un hombre que cayó en la cárcel, otro que vendía droga, uno más que era director de teatro, el millonario que hizo a los demás perder su huella, y hasta un autor desconocido que le dedicó una novela.
Ofelia tenía un destino y lo demás era accesorio, la pena de quienes se quedaron con su recuerdo, la distancia que debe sufrir el que esté ahora con ella.  Lo que diga cualquiera, sólo tiene que ver sólo con la historia personal de cada uno, con aquellos que tuvieron por un momento el privilegio de estar cerca y que pudieron captar un poco de la magia, la seducción o el milagro. 
Ofelia era,  sin duda,  una extranjera.
Aún ahora nadie sabe si paró alguna vez, lo cierto es que la gente que la conoció retarda su permanencia en los aeropuertos con la esperanza de verla, y otros piensan que se quedó a vivir en una casa con un enorme jardín, en el que enfrenta a dos insectos a  un combate a muerte en un frasco todos las mañanas, como una forma de engañar a la memoria y olvidar sus afectos..
Nadie sabe, tampoco, si asiste disfrazada a algunas reuniones o tiene una presencia fantasmal derivada de los recuerdos de quienes asisten, pero en algunos rostros se adivinan historias inconclusas que temen encontrar cierta complicidad.
Ofelia amante, esposa, amiga,  madre, parece que se sale del alma algunas  veces y entonces uno piensa en el bosque, los rostros, las calles, las ciudades, como algo que tiene una existencia propia.
Pero sucede que suave, muy suave, Ofelia se refleja en lo bello, invade los refugios, su ausencia permanece y uno llora a plenitud, sin pena, da las gracias por todo.



Nota: La intención de Pascal seguiría  siendo mantener a Julián  cerca de Ofelia y  retrasar el abandono que él mismo sufría, transar con lo bueno mientras fuera posible y seguir escribiendo.






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