miércoles, 27 de abril de 2011

Capítulo 5 CÓMO CONQUISTAR A LAS MUJERES

“Lo mismo te enamoras de una rica que de una pobre”. Solía repetir Hortensia López de Rojo a sus hijos todos los domingos, día en que lo quisieran o no, la familia tenía que verse las caras.
Doña Hortensia acostumbraba invitar los fines de semana a Don Germán Bidasoa, un hombre maduro y eternamente de viaje a sus anécdotas, experto en explotar minas abandonadas, campos petrolíferos plenos de agua salada, o venta de terrenos con una falsa plusvalía que haría pensar en una Australia recién descubierta. 
El personaje era muy educado,  más bien era el único educado en toda la vecindad y además una figura masculina que cuando menos ese día,  daba un tono de integración familiar al desayuno. Un hombre así era, considerando las alternativas y después de todo, un buen ejemplo para sus hijos.
Contaban en el vecindario que un día Don Germán decidió gastar todos  sus ahorros para invitar a Doña Hortensia nada menos que a Europa, pero que ella, mirándose al espejo, decidió no aceptar porque se sintió muy gorda y prefirió guardar misterio sobre una belleza que como las historias que contaba  Don Germán, era casi una leyenda en el barrio.
Este personaje era magno con su cultura y se dignaba hablar en español la mayor parte del tiempo, pero igual podía hacerlo en francés, italiano o alemán, recobrando la vivencia de la anécdota en su idioma original y presumiendo, por breves instantes, que los demás habrían de entenderle.
Durante mucho tiempo Doña Hortensia y su familia escucharon la  crónica repetida de los mismos lugares y de aquellos personajes que sólo Don Germán había conocido; relatos que los hacían soñar al revés y sin remedio, porque dadas sus carencias, eso de “recorrer el mundo” era algo que se quedaría sin realizar, siempre como un cadáver de lo que podría haber sido, si no hubiera obrado el azar biológico y social, si uno hubiera nacido en otro lugar y tenido mejor suerte.
Todo esto hizo pensar a Doña Hortensia que había llegado al final de la vida como a una función de circo, pero a la hora de los aplausos y precisamente cuando todos los demás ya  iban de salida. No obstante en una época y contagiada de un entusiasmo inútil, se había sentido personaje de alguna de esas anécdotas y repetido consejos a sí misma que hubiera podido enseñar a una hija, pero nada más tuvo puros  hombres.
Desahogos aparentemente inútiles, fueron descubrimientos inauditos del alma femenina que dieron a Julián Rojo toda una serie de fórmulas para conquistar a las mujeres; mujeres que al decir de Doña  Hortensia, eran igual que las carabelas de Colón: si encuentran un viento favorable, llegan antes que nadie al descubrimiento y la conquista, pero si es en contra, pierden el rumbo y ese mismo viento emotivo es causa de su naufragio.
Julián llegó a saber que al abrir una puerta  ellas adivinan a quién le gustaron y a quien no; saben qué posibilidades de relación son posibles, cuál será el tono de la conversación antes de intentar relacionarse con alguien y escogen, desde la frialdad de la cabaña que está al fondo de su alma - lugar al que no entra nadie, afirmaba doña Hortensia -, su mejor opción de ese momento.
Arreglarse y parar el tráfico en la avenida  Insurgentes, o ser objeto de una apuesta de póquer entre hombres audaces, son sólo detalles que subyacen en los deseos "decentes" de una mujer bella. Decir rojo un viernes y verde al día siguiente, es un privilegio femenino que no admite reclamo, porque el concepto del honor y sostener lo que se dice está en los hombres, que compiten por ellas y no en las mujeres, que se saben los premios.          
Fue entonces que Julián Rojo se dio cuenta que estaba preparado para responder a todas esas actitudes y más aún, que tendría una respuesta nacida de una información que ellas no sospechaban, pero que encajaba perfectamente y de manera inconsciente en los deseos femeninos.
Aprendió a guardar un desdén no exento de cortesía y a realizar formas de mentir o de complicidad  difíciles de imaginar.  Bajo el principio de que las mujeres eran antes que nada hábiles con ellas mismas para así asegurar sus posibilidades y mucho antes de serlo con los hombres, entendió que sería mucho más fácil acomodar sus ambiciones a lo posible, la locura a lo conveniente, y sus deseos amorosos a la aparición de cualquiera, pues él también podía hacer lo mismo que las mujeres, a quienes les bastaba con cerrar los ojos al momento de hacer el amor e imaginar estar con quien les diera la gana.
Después de descubrir esa verdad tan simple, tener celos no tenía caso, era como pasar la mitad de la vida buscando el argumento que te podía hacer infeliz la otra mitad, porque el engaño se daba siempre.
Pero sobre todo, Julián Rojo aprendió a crear historias que parecían ser una respuesta anhelada  por el sexo femenino.  Así, por ejemplo, Doña Hortensia le inventó, sin duda sugerido por una conversación de Don Germán Bidasoa, que la civilización China había creado en el siglo III antes de Cristo,  un libro de uso común donde estaban escritas doscientas maneras sensibles y corteses para despedirse después de hacer el amor. 
Esto era algo que encajaba perfectamente con la crisis social de las grandes ciudades y con esa prisa que hace a los hombres salir corriendo de un hotel de paso, cuando ellas apenas recrean sus múltiples  vivencias. Julián nunca cometería la insensatez de mirar el reloj si ella podía notarlo, y menos aún anudarse la corbata frente al espejo cuando ella estuviera todavía acostada y en viaje a otros recuerdos.
Todas las mujeres tenían derecho a ser las que habían sido, antes de conocer al que estaba con ellas, y había que tomar en cuenta esa diferencia en “los tiempos” de una experiencia que siendo la misma, era también diferente para ambos. Julián  entendió que hacer el amor es algo que tiene que ver con el que está junto, pero también con el mundo y con otros momentos, y que no tiene por qué volver a ser nunca como la primera vez, ni tampoco eso es  importante.
Esto y mucho más había aprendido de las formas de hablar de Doña Hortensia, cuando ella soñaba que si hubiera sido invitada al palacio de Bellas Artes -  al que sólo conocía por fuera -, daría por descontado el no aplaudir en su palco, pues era tan bella, se sabría parte del espectáculo.
 Igual que la princesa Sonia Danidoff, - se interrumpió a sí mismo Julián -, la mismísima prima del Emperador de Rusia, a la que todo el mundo volteaba a ver en el teatro por ser tan bella y a la que Fantomas le robó un collar cuando cenaba en el Royal-Palace de Paris.
Julián Rojo aprendió todo esto y también de la memoria genética que informa a las mujeres cómo cuidar la cueva, cuándo debe pagar con un abrazo la despensa, o en qué ocasiones merece  llagar a su cama con el único deseo de acostarse sola. 
Llegaría a manipular todos estos conocimientos aprendidos en la infancia en alguna otra etapa de su vida, y se sabría poseedor del secreto de que amar no es algo que se declara, sino que se oculta, como una forma de guardar misterio y obtener privilegios…
“- Y tú, mi “güerito color de piano”,  por qué está tan triste, si a las mujeres te las vas a traer en la puritita chequera, - dijo Doña Hortensia, - al momento de pasarle un plato donde quedaban dos tamales verdes de los de carrito, que todavía estaban calientes.
Julián estaba lejos a poner en práctica sus lecciones sobre como tratar a las mujeres y no entendió muy bien lo que significaba una “chequera”.  Sólo recordó  su deseo de ser rico desde que vio en la carpa a “Selene del Mar”, y sintió mucha envidia por  cualquier otro que no fuera un “güerito color de piano” que pudiera  tener un cuarto solo, para no dormir en el sillón de la sala-comedor-estancia y cuarto de planchar.
Estaba harto de ser el “corre-ve-y-dile” en las tiendas cercanas y estar siempre pidiendo fiado a nombre de toda la familia, y aunque había  logrado un aparente descaro a fuerza de repetir la escena, estaba lejos de imaginar que llegaría el día en que ser cínico podría llegar a servirle para enfrentar la vida.
Su problema era más inmediato y consistía en la pena que sentía desde que su amigo  el “Nahual” tuvo que dejar la escuela, porque era el único que lo defendía en el mundo, cuando los demás compañeros  le decían cuatro ojos, el ciego o el abuelo, o pasaban corriendo, le pegaban y no podía defenderse, aunque quisiera, porque su mamá le había dicho que tenía  que cuidar los lentes.
Julián, por un momento y de regreso a la oficina de Pascal, recuerda el tiempo en que se  pudo dedicar a leer las aventuras de Fantomas  y su afán de ir a preguntar a Don Germán Bidasoa sobre los lugares donde  había vivido el famoso ladrón parisino, y la respuesta del viejo, quien al momento de ilustrarlo, afirmaba rotundo que el que no conocía Francia ni leía en francés, era  simplemente un salvaje.
El viejo relataba a Julián marcopolescos viajes por toda la latitud y longitud de la tierra, de la que también solía decir que ni siquiera el avión había empequeñecido, pues no bastaban muchas vidas bien aprovechadas para conocer la inmensidad de cosas bellas e interesantes que existían en ella.
Julián volvió a instalarse involuntariamente en una de esas tardes de lectura y un escalofrío cierto, más allá del que le producían las aventuras de Fantomas,  le recorrió la espalda al escuchar de nuevo:
-Julián, es necesario que te pongas a trabajar. Dijo Doña Hortensia.
-  A tu papá le ha ido mal y ya sabes que en dónde está, no nos puede mandar dinero. Con tus hermanos yo no cuento y tú sabes que nos han aumentado la renta.
Julián fingió seguir leyendo…
-Tienes que trabajar, ¿entiendes? 
- Yo no puedo mantenerte y no quiero otro vago como tus hermanos. Tú no sabes lo que yo he tenido que hacer todo este tiempo.
Entonces vio en el rostro de su madre la imagen de una mujer desconocida que no se parecía en nada a cualquiera de las fotos que colgaban en la pared, estaba desarreglada, tenía el pelo sucio y su gesto no tenía un ápice de compasión por él.
- ¿Trabajar, trabajar de qué?, por Dios… ¿qué quiere que haga?...¿que fabrique el empleo?
- Bien sabe usted que he buscado trabajo.
Hablaba estremecido de coraje y con la certeza de saberse inútil, impotente para resolver por sí mismo la propuesta de conseguir un trabajo sin siquiera haber aprendido un oficio. La sola idea de resolver era como un anticipo de la derrota permanente que sufrían casi todas las personas que él conocía. No había otro remedio que salir a la calle a vender cualquier cosa, hacerla de mandadero, vendedor de periódicos o organizarse con otros para hacer una banda y dedicarse a  robar, porque nadie iba a confiar en él.
Sintió que lo invadía una pena que habría de repetirse más tarde, sin remedio y cuando fuera ya viejo; la certeza de su propia inutilidad en un mundo absurdo y sin sentido, preocupado sólo por la sobrevivencia, cuando lo único que le importaba era leer los de aventuras que llegaban a sus manos e imaginar ser otro.







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