miércoles, 27 de abril de 2011

Capítulo 4 EL TIEMPO EN LA PECERA

Bastaba encender otra vez la computadora para que se atropellaran las preguntas: ¿Quién demonios escribió esto?... ¿de qué se trata?... ¿por qué al apretar un botón aparece en la pantalla una existencia que tiene que ver con uno mismo y también es extraña?
Igual que sucede con los sueños, a la mañana siguiente las situaciones habían quedado sin comprenderse y girando alrededor de un escrito donde ni siquiera la imaginación alcanzaba a darles un sentido. Las palabras existían  sin estar sujetas a la voluntad del autor, atraídas por otro centro de gravedad que no tenía que ver con el mundo real y protegidas por la envoltura de otros sueños.
Tampoco esa circunstancia parecía compartir el objetivo señalado al principio de la novela y que debía ser la búsqueda de una explicación para Pascal, sin la intervención de quienes habitaban su inconsciente.
Surgió la duda sobre las palabras que parecían haber adoptado un  extraño sentido por si mismas y  Pascal volvió a leer esa serie de imágenes que parecían mostrar un rostro lastimado; la alquimia cibernética elaboraba un escrito que se alejaba de la realidad y convertía a su personaje en víctima del complejo de Edipo, el origen humilde, y que lo proyectaba hacia un rencor social  que tendría el riesgo de aparecer más tarde y adueñarse del relato.
Pascal decidió guardar todo lo que se fuera escribiendo, al margen de todo cuestionamiento, porque aceptar  la expresión leída de regreso en la computadora lo hacia pensar en la necesidad de recurrir a un siquiatra, cuestión que a primera vista parecía ser urgente, y volver a leer todo completo, quizás lo llevaría a entender sin gastar un dinero que tampoco tenía.
Entonces trató de buscar otra escena que hubiera sucedido y que narrara la época en que fue feliz con Ofelia. Lo de la carpa podría editarse después, o de plano suprimirse al momento de compaginar otros capítulos...
El licenciado Julián Rojo, lejos de su infancia y la carpa “Caralimpia”, se aburre en su oficina, a la espera de que su jefe se digne, casi nunca lo hace, preguntar por algún asunto; por el ventanal de su privado pasa  el chofer del “Señor Director”, un ser más simple pero menos aburrido que él, porque su trabajo, seguramente más entretenido, consiste es estar siempre atento, dando vueltas,  para informar quién llega temprano o quién se va antes.
El escritorio de Julián Rojo guarda un discreto desorden, donde a un lado están visibles los principios y la ideología del Partido, el ideario político del “Señor Secretario”, tijeras, lápices, hojas en blanco, cinta transparente para pegar, y en el cajón más accesible sus vitaminas, varios sobrecitos de azúcar y un vigésimo de la lotería vencido. 
En el estante de esa misma oficina se aprecia un viejo diccionario y la libreta de taquigrafía que una secretaria dejó por ahí, y que lo mismo tiene escritos algunos oficios de “machote” que apenas cambian el nombre, que las notas de un diario personal, testigo silencioso del acoso sexual de un Jefe de Recursos Humanos que entendió mal las atribuciones de su cargo, e insiste en insinuarse todas las veces que ella pide un permiso para faltar.  En otro archivo y sin que nadie lo note, se guarda la prisa de irse,  la  que todo el mundo saca poco antes de la seis.
El office boy está harto de la forma en que una o dos secretarias le piden las cosas, las secretarias de ser sorprendidas siempre a la hora en que desayunan, y el jefe de ambos de  las instrucciones que no lo toman en cuenta.
 Lo único importante es quedar bien con el “Señor Director”, éste con “Subsecretario”, al “Subsecretario” lo único que le interesa es su imagen con el “Secretario”, y al “Secretario” le importan otros asuntos, de carácter confidencial, mismos que de acuerdo al escalafón,  Julián es el que menos tiene por qué enterarse.
La historia se repite en otros pisos, en los pasillos atestados de escritorios, en los pequeños privados divididos por  cristales para que cada uno pueda ver que el otro hace algo.
El “principio oficial” seguirá siendo que aquí se viene a trabajar y no a hacer relaciones humanas, y nadie pensará en el otro si esta en juego un ascenso. Sólo en la deslealtad permitida que significa gastar un poco el tiempo antes de irse, la gente dará rienda suelta a sus conversaciones, aprovechará para ir al baño,  y dejará ver en su rostro una sonrisa igual de modesta que  su salario.
A todos les vio Pascal cara de peces, parecían no guardar memoria de otros espacios que no fueran los ventanales del edificio, siempre sin atreverse a nada porque eso contradice el principio de continuidad y un pez que intenta volar, lo podrá hacer una vez, pero al salir del agua renuncia a la pecera y a su condición de estar protegido  Tendrían que pasar generaciones, siglos de evolución para que un pez volara y mientras tanto, lo que hay que hacer es estar agradecido por la quincena que cae desde arriba, y por ese dios sexenal que cambia el agua y los mantiene vivos.
Pascal sabe muy bien que hay ciertas horas en que la abyección es la reina  de los pasillos y un sentimiento de orgullo se muestra en la cara del burócrata cuando el jefe le da unas palmaditas en la espalda y le confirma que lo hizo bien.  En ese instante, en ese preciso instante, la vida de ese hombre que pudo haberse dimensionado a otros espacios empieza a perderse.
Ahora Pascal aborda un barco donde su sueño es capitán, el inconsciente está obligado a remar y, gracias a un viento de nostalgia a su favor, la oficina y su jefe han quedado atrás…






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