lunes, 25 de abril de 2011

capítulo 26 LOS DOMINGOS NO SE DAN INFORMES

De regreso y sin haber encontrado empleo, Pascal manejaba a regañadientes el Enterprise   aún no restablecido por completo, pero que funcionaba con gran dignidad sobre un periférico donde a las seis de la tarde los sueños no tienen otro remedio que ir a vuelta de rueda. 
Pascal recordó que esa mañana, al bañarse y sentir el agua de  la regadera, hizo a un lado ese caudal de propósitos que suele sugerir con el agua tibia a esas horas, porque le asaltó el recuerdo de una fuente donde Julián Rojo se había lavado la cara y peinado muchas veces siendo niño.
No era un recuerdo grato, era el de una herida de la infancia que había permanecido oculta, y que tendría que achacarle a Julián para irla aceptando poco a poco.  Y  comoen la “novela  él había sustituido en la figura de Don Germán a su padre,  se había olvidado del verdadero padre de Julián, que no había vuelto a aparecer después de haber robado esa  tienda para “poder ser rico” por sólo unos días.
La fuente estaba en el patio de una fortaleza, una especie de castillo que no era parte de un cuento y donde no soñaba nadie, un castillo en el que no había princesas ni dragones, y que tenía una enorme barda con almenas de cemento que mordían un cielo despintado.
El edificio estaba cercado por muchas vecindades,  incidían varias avenidas, contaminaban los camiones de carga y la gente era sorprendida siempre por la luz verde del siga antes de cambiar de acera.
Nada que ver con el entorno de un bosque, este era un castillo sin cuento, ni paisaje, y con una corte bien distinta viviendo detrás una puerta verde con chapetones de bronce, que involuntariamente había rescatado de algún lugar de su memoria y que ya había endosado a su personaje.
Buscó un párrafo de explicación honesta que podía estar traspapelada, aquella escena que revivió a la hora del baño y que a vuelta de rueda volvía a aparecer en el periférico, y se fue ubicando  frente a esa puerta que dividía a dos mundos los domingos.
Para entrar como visita a la cárcel preventiva había que hacer cola. Doña Hortencia cargaba una bolsa grande con ropa limpia, toda de color café claro y que había planchado antes; también llevaba la comida para ese día, algunas latas de atún y de sardinas  para el resto de la semana, una botella de D.D.T. y los últimos ejemplares de la “Novela Semanal” o el “Libro Vaquero”.
Con las latas de sardinas y el insecticida se podían hacer trampas que se ponían en las patas de la cama, para que las cucarachas no subieran; la ropa tenía que lavarse fuera de la cárcel porque solo los ricos podían pagar “chalanes” que se encargaban de atenderlos, y la “Novela Semanal” era  para saber que había pasado con la historieta.
A nadie le interesaban las noticias  de lo que de verdad pasaba afuera, si acaso, los resultados del fútbol, porque las referencias de lo que sucedía realmente más allá de los muros de la cárcel  no importaba. A quién le iba interesar la manera que otros vivían si uno estaba adentro.
Cuando Doña Hortensia estaba a punto de entrar,  le dijeron que mirara una lista, donde para su mala suerte, estaba el nombre del papá de Julián.
-  Lo siento mucho señora, a muchos internos se los llevaron ya para     Santa Marta porque les dictaron sentencia.
-               Dijo entonces el policía.
¡ Como iba a irse, si aquél llevaba todo una semana esperando ¡
- Ya le dije a usted que no puede entrar,  además los domingos no se dan informes.
Insistió, otra vez, el guardián de la puerta.
                                                                           
Esta vez Julián no caminaría con ella por el largo pasillo, ni tendría que esperar mientras ella “pasaba revisión”. No jugaría en el patio de la cárcel cuando ella se quedara un rato sola con su papá, ni vería bailar las cajitas de cerillos que desde las celdas de castigo, los otros presos bajaban con un hilo,  diciendo desde arriba:
¡ Un veinte por el amor de Dios ¡…. ¡Un veinte por la virgencita ¡ 
 Julián se divertía imaginando su cara de sorpresa, porque solía ponerles una piedrita y ver con cuanta velocidad eran izadas por ellos.
Pero esta vez Julián se había quedado en el jardín de enfrente, cuidándose solo y cuidando también las bolsas, sin haberse peinado en la fuente, ni comido una de las gelatinas que se vendían en el patio de la cárcel. Su mamá había ido averiguar que pasaba y él esperó muchas horas en el columpio, mirando esa puerta verde que parecía más grande cuando se hacía para adelante,  y luego desaparecía en la tierra, cuando el columpio y Julián tomaban impulso.









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