lunes, 25 de abril de 2011

Capítulo 24 EL FALSO CONSUELO

La soledad es peligrosa,  uno puede maravillarse pero también perderse junto con ella, sobre todo si decide tomar el camino corto del absurdo. Pascal se había descubierto como ejemplo de ese nuevo paradigma: el hombre que está fundando una sola nacionalidad en las grandes ciudades  que le son al mismo tiempo hostiles, pero también irrenunciables. 
La verdad es que si uno lo analizaba, muchas cosas y lugares eran falsos o pertenecían a un mundo extraño. Las palmeras tropicales formadas en algunos camellones de la ciudad de México, no habían visto el mar desde su nacimiento y sólo se alegraban un poco cuando de verdad llovía mucho. Los osos del zoológico de Chapultepec habían sido engañados durante generaciones, pintándoles el cemento como si fuera hielo para hacerlos creer que estaban en el Polo Norte, y los niños de meses, muy lejos de su origen, se alquilaban por las indígenas en las calles para pedir limosna. 
La sangrienta ventaja estaba en que siempre se podía salir a cualquier avenida y encontrarse con alguien que por lo menos en apariencia, parecía ser más infeliz que uno mismo.
No existía, entonces, ninguna una razón  para que el piano bar del capítulo anterior conservara la falsa magia que deseaba para sí mismo Julián. La verdad era que, como en muchos otros lugares de reunión, el  bar había dejado de ser exclusivo de seres diferentes y solos en busca de un encuentro. Y esto, porque una o dos copas podían ser pagadas por cualquiera solitario y esta ciudad había muchos, así que cualquiera de ellos podía establecer la costumbre de llegar a posesionarse del lugar para envejecer junto con otros, los jueves o los viernes por la noche, y hacer de esto una costumbre.
La mayoría de los parroquianos nada más se toleraban, fingían escuchar con atención a ese miembro de la familia ocasional, y esperaban con ansiedad su turno para cantar y protagonizar por unos minutos un momento “excepcional” de su vida mediocre. Ante la imposibilidad de que una juventud que ya había pasado se vistiera de fiesta, se volvían expatriados sentimentales y buscaban refugio momentáneo en la canción de los otros, fingiendo adoptar, además de su pena, la del vecino ocasional.
Lo mismo que el obrero en un bar de cuarta, de algún capítulo anterior en la novela, también  fingían lo que no es cierto y quizás la única diferencia era que ellos traían corbata.
A veces,  la situación era tan obvia, que una mujer madura, con el camuflaje de un vestido sin escote y en el acto repetido de fingir  que era más o menos seria,  al pedir sólo una “media de seda”,   era traicionada porque una intención, una especie de  aura, vibraba alrededor de ella  que permanecía casi sin moverse, y no obstante hacer señas con banderas a cuadros, como quien acomoda aviones, para decir: “estoy sola y acepto una copa del primero que me invite”.
Y no valía la pena creer en las palabras que se decían como consuelo en voz del que cantaba, porque la realidad es muy diferente a las canciones y nadie adoraba realmente con locura, ni aventaba a ningún otro al abismo.  No existía un blanco diván de tul en ninguna casa, esperando un abandono de mujer,  o  difícilmente algún otro habría podido beber su propio llanto.
Claro que los más hábiles iban guardando sonrisas cada noche, como si fueran llaves, por ver si alguna era la buena y lograba abrir la puerta de una relación que duraría, al menos, unos días
Por otra parte, Pascal pensaba que el verdadero encuentro tenía que traer consigo el milagro de la fe y también la emoción del verdadero descubrimiento; por eso nunca se quitaba el saco, aunque hiciera calor, y guardaba las formas para causar buena impresión si alguien lo miraba, si alguien realmente adivinaba que él sí estaba dispuesto a jugar sus cartas de solitario auténtico y vivir el milagro de los desesperados en forma diferente, decidido a apostar y a dejar todo por un auténtico afán de descubrir lo nuevo.
Julián, por su parte, tenía la ilusión de un último revire que lo mantuviera en el caos y  mentalmente creaba una especie de aduana al mirar esas caras y juzgar si serían dignas o no de un encuentro definitivo, pues algunas de ellas parecían mostrar una historia que valía la pena, otras actuaban con miedo y pendientes del reloj, y casi todas estaban dispuestas a engañar y a engañarse sólo por un rato.
Si cuando menos estuvieran invitados los otros rostros, aquellos que alguna vez fueron motivo para recordar una canción pero que ya se habían desde antes,  si hubieran dejado entrar a las apariciones que cada uno imaginaba para lamentarse, seguramente el lugar estaría lleno con la presencia de los personajes que sumaban las historias  de cada uno. Entonces quizás aquél recuerdo que ya no encajaba, podía ser seducido por el habitante de otro recuerdo de la historia del que estaba junto y, cuando menos ellos, salir juntos esa noche.
Pero lo cierto era  que  Julián también quería quedar bien con Pascal, tenerlo de su parte para que le fuera mejor y llevarle en sacrificio cualquiera de esas imágenes que la mirada secuestraba,  para que él tuviera materia para escribir. 
Todas estas mujeres eran como las víctimas de una guerra florida en el contexto de la gran ciudad, donde algunas tendrían el honor de subir a la piedra de los sacrificios,  donde Pascal les inventaría una historia sin sacarles el corazón.
Claro que para aliviar la verdadera soledad de Pascal no había remedio.
Aún en el remotísimo caso de que alguien llegara realmente a su mesa, y aún sufriendo el calor de traer la corbata y el saco puesto, no quería pagar el precio del encuentro con el arrepentimiento, además no tenía dinero y prefería estar acompañado sólo de su cuaderno.





















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