miércoles, 27 de abril de 2011

Capítulo 11 LAS LÍNEAS DE LA MANO


   
Sabiendo que su personaje estaría ocupado intentando un poema que no nacería nunca, Pascal se quedó fascinado por el anuncio del periódico que daba la explicación impecable y completa de cómo rinde el capital: “Las sociedades de inversión o fondos, se distinguen porque sus operaciones se realizan con valores y participan, todos los días, de la mesa de dinero”.
Sería una forma distinta de ver al mundo y  con la misma ilusión con la que alguna vez se aferró al juguete, podría comprarse un coche deportivo que le recordara el zumbido hecho con la boca, del corrió empujado por su mano siendo niño.
¡Ser millonario ¡
Tener la certeza de que nunca va a faltar nada y más aún, que se puede tener suficiente para repartir un poco y sentirse bueno, porque ser pobre tiene la doble pena  de no tener y la de no poder dar.
Hacerse rico era algo tan importante que muchos se habían arriesgado hasta la cárcel, soñando cada día con los proyectos que realizarían al salir. Ellos conocían  bien el olor que tienen los billetes - pensó Pascal - y desde ahí, desde su celda de primera clase, con buena comida, cancha de tenis, buenas mujeres y todo lo que querían, nada les debía preocupar.
Y eso si les va mal - pensó- porque hay muchos que ni siquiera la pisan y si seguimos así, va a llegar un día en que estos ladrones se vuelvan héroes populares, personajes de telenovela,  y le gente les pida autógrafos como si fueran artistas del cine o la televisión.
No hacerse rico, sino tener sólo un poco,  debió ser el precio que tuvo que pagar  el padre de Julián Rojo cuando se corrió la voz de un "fíjese comadre que se lo llevaron por sospechoso" y aquél pobre ni siquiera lo pensó a niveles de fondos de inversión o de valores. El padre de Julián quería ser rico sólo unos días, comprarse algunas cosas con las que había soñado desde siempre y fue después de que vio un programa de la televisión donde había una pareja de patinadores en el hielo y se anunciaba un coche de lujo.  Pensó que tenía derecho a que por un rato el mundo fuera así, "igual de bonito", y también que por robar una tienda de abarrotes por una sola vez, no le  iba a pasar nada.
Paradójicamente y paralelo a su sueño de ser millonario, Pascal se había dejado seducir por una cartulina puesta en un aparador que ofertaba una rebanada de pastel y una taza de café por el mismo precio.
En el café de Woolworth - las cosas iban de mal en peor –, buscaba los resultados de la lotería del  “melate”. en el periódico recién comprado.  Pero antes de cotejar el número, decidió guardar un rato más la ilusión e invitar a su personaje que siendo irreal, no habría de consumir nada. Entonces empezó a escribir  con letra muy  pequeñita detrás del mantel desechable una especie de conjuro que involucrara a “Rouge”, y sólo por platicar con alguien.
“ Bajo un sol resplandeciente, Julián Rojo caminaba esa mañana arrastrando su pena por la Reforma, cerca de la glorieta de Colón, y al pasar  de largo frente al  café de  Woolworth donde estaba Pascal, se encontró con aquella gitana, fea como un personaje de cuento, que explotó en una risa sin dientes al escuchar el piropo.
-¡ Uuuy, que guapa !
 Dijo Julián, pensando más bien en la posible historia de la mujer como algo bello y queriendo encontrarla para aprovechar que se autor se dignaba pensar, otra vez en él.
-Ven.
 Dijo la vieja, en un tono amable, casi familiar y queriendo agradecer el inaudito piropo.
-Ven, que te voy a leer la suerte.
- No uso dinero.
Fue la respuesta de Julián.
- Yo no te pregunté esa cosa.
Contestó la vieja.
Él mostró la palma derecha de la mano y ella negó con la cabeza.
 Entonces Julián mostró la otra, la mano  izquierda, la que tiene marcado el sino de la vida desde el nacimiento y que hizo posible que llegara ese día a conocerla.
-Oiga, vea usté, lo que va a pasar es que va a ser muy rico, pero mejor dicho, riquísimo, al final de la vida pero antes de morirse.
- ¡ Uuuy ¡, pero en riqueza,  pa que me entienda. 
Agregó la mujer.
Julián, al paso, quedo medio aturdido y no comprendió claramente lo que quiso decir la gitana, quien se alejó rápidamente. Sólo después se enteró que a partir de ese momento estaría condenado a interpretar lo que sería esa forma de riqueza y a vivir, por el resto de sus días, de los potajes condimentados del azar que le proporcionaba su autor.
Nada tiene sentido, se interrumpió Pascal. No viene  al caso lo de la gitana, ni  tiene por qué decir eso al personaje,  porque no encaja dentro del relato.
Por otra parte, tampoco tenía sentido estar más tiempo en el café de Woolworth. A Julián tampoco  le gustaban los lugares agringados con sillas de plástico, mesas de plástico  y gente que parecía de plástico.
Mucha azúcar - pensó de repente - hay que ponerle mucha azúcar al café para tener energías, sin poder apartar de su memoria el rostro de la gitana que veinte años atrás y en verdad, le había vaticinado el triunfo.
Esa era la razón por la que había decidido gastar en el periódico, buscar el resultado y de esa forma rogar que el destino y la gitana, puestos de acuerdo, no se hubieran equivocado.
Pascal siempre compraba aunque sólo fuera un número, una posibilidad entre cientos de miles de ser rico alguna vez. La fe tenía que tener su premio y cada semana se detenía a comprar el boleto precisamente en viernes, y siempre haciendo la misma broma al dependiente de la farmacia: Nada más nos la sacamos, vuelvo a pasar por aquí  y le compro un negocio nuevo.
Siempre al azar, que fuera la máquina quien escogiera la secuencia de números en diferente orden, eso no importaba, si eran los que Dios mismo había decidido que fueran los ganadores.
 A veces le costaba trabajo, al llegar el viernes, no tanto que no hubiera logrado disponer del dinero para comprar una línea de números, sino que había que comprar cuando menos dos y  si se podía hasta tres, para así tener más oportunidades aunque fuera entre millones.
Pascal soñaba varios días sin ver el resultado, siempre a la espera de que Dios premiara su   fe y que toda la infelicidad de no tener trabajo, de no tener un patrimonio que lo liberara de su angustia de envejecer sin nada, se aliviara desde el viernes muy temprano, cuando compraba el boleto de "melate" que le permitiría irse para siempre.  Entonces podría dejar de fumar y empezaría a cuidarse -  siendo rico valdría la pena cuidarse -, le podría pagar a un dentista y procurarse un afecto nuevo, lejísimos de Ofelia, porque a su edad  todavía estaba a tiempo.
Pero aquél boleto comprado el viernes último, aquél vagón de ferrocarril repleto de esperanza que caminó sin ruido todo el fin de semana, no había llegado a ningún lugar, no tenía un solo acierto...
- Ya es hora, pensó entonces Pascal.
Pero antes de pararse y con el último trago de café, sintió como si él mismo fuera el  personaje, alguien  que tenía que tomar el Metro,  porque el viejo coche estaba descompuesto, y buscar empleo de lo que fuera,  sin siquiera  haber ido a la peluquería, ni mandado a planchar su traje menos viejo.
Algunos vendedores de profesión, uno que otro vago y dos señoritas que revisaban la sección de anuncios, se quedaron todavía ahí, sin atreverse a mirar. Sólo algunos estudiantes de secundaria, escapados a esa hora de la escuela, reían en alguna mesa. Le quedaban apenas tres cigarros, tenía que cuidar el dinero para comer al medio día  y para otro café,  más tarde, hasta la noche.
Pascal volvió a recodar  el rostro de aquella gitana, arado por profundas arrugas, y la mirada penetrante de la vieja al tomar su mano y repasar las líneas de la  vida, con el que alguna vez se había encontrado en el aeropuerto colombiano de “El Dorado”, camino a Buenos Aires.  Seguramente la gitana le estaba jugando la misma mala pasada al bueno de “Ruge”, terminó de escribir en la parte posterior de aquél mantel desechable, justo cuando fue interrumpido.





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