martes, 26 de abril de 2011

Capítulo 18 LA BENDICIÓN DE UN ORIGEN

La parte de Pascal tendría menos problemas si conservaba secretamente la esperanza de que Ofelia regresara y la pena se la dejaba solamente a Julián, pero para eso,  tendría que pasar tiempo.
Decidió entonces que podía contar con algunos días para hacer una  visita a algún otro personaje, siempre a través de la computadora, sin tener que salir realmente, ni vestirse, a causa de su depresión.
. Pascal pensó que era justo aliviarle la soledad al menos a alguien, por lo que mandaría a Julián a visitar a visitar a Don Germán Bidasoa esa noche.  Tocaría en la puerta de la  casa del viejo, a quien no le importaría despertarse con tal de hablar con la única persona que milagrosamente  y después de tanto tiempo, lo visitaría.
Don Germán, quien le dijo siempre a Julián que el planeta era muy divertido cuando uno lo pateaba, lo había iniciado en ese centro pedagógico y gratuito que es la universidad del  mundo. Las narraciones y los libros de aventuras que le procuraba Don Germán, significaban una forma de estudio donde no se requiere de exámenes ni calificaciones, y cuyos libros de texto son el espectáculo caleidoscópico y el horizonte curvilíneo de la Tierra - como él mismo decía -  en sus múltiples e infinitas manifestaciones de belleza, de miseria y de misterio.
Lo que en estos libros se aprende -  había dicho a Julián cuando era niño - jamás se olvida.
El Enterprise quedó estacionado atrás de catedral y Julián Rojo empezó a caminar por la calle de Moneda, con rumbo a la antigua vecindad. Había muchas prostitutas o mujeres “trotacalles”, como las llamaba Don Germán, y el parque donde ambos habían platicado tantas veces se había convertido en el lugar para ejercitar su oficio.   Los pequeños departamentos de la antigua vecindad  tenían ahora sólo unas cortinas entreabiertas, como una clara evidencia del rápido y modesto consuelo que se vendía por aquel rumbo.
Encerrado con doble llave estaría Don Germán, así que había que tocar muy fuerte y esperar varios minutos a  que despertara, si es que se dignaba hacerlo, y que se pusiera unas  chanclas y su bata, encontrara las llaves y se cepillara el pelo, para finalmente abrir la  puerta y ofrecer, aún a esas horas, algún pedazo de queso sin duda muy añejo, o bien un caramelo como en los viejos tiempos. 
La capacidad de escuchar la había ido perdiendo más y más, pero la presencia de Julián obraba sobre su poca cordura, haciéndolo olvidar por unos momentos su misión de arreglar el mundo y regresándolo otra vez a las anécdotas que le platicaba cuando era niño.
Julián comprendió, por lo mismo, que ante la sola mención de cualquier palabra que para su antiguo maestro significara una evocación, hablaría de una historia propia donde él mismo fuera el personaje. Esto era algo a lo que Julián estaba ya acostumbrado y que lejos de molestarle, le agradaba desde hacía muchos años, porque desde entonces había aprendido a entender a los viejos.
- ¡Cómo ha cambiado el barrio¡  Señaló Julián.
-         Y cómo es que llegué a parar aquí, tan lejos de mi pueblo y después de correr tanto mundo.
-               Contestó Don Germán.
- Tan lejos de mi pueblo, repitió casi deletreando,, que estaba  ubicado en  el séptimo cantón del estado de Jalisco y que,  a pesar del cariño que le tenía, era cada día más pequeño, más insignificante para mis ambiciones.
Don Germán había iniciado su relato...
-  En el territorio no había ni carretera, ni tranvías, ni siquiera un automóvil, así que para llegar a la estación más próxima de ferrocarril, se necesitaban tres jornadas en algo que no era ni siquiera una diligencia, sino  un carromato de cuatro ruedas tirado por seis bueyes, cuatro adelante y dos atrás. Precisó Don Germán.
-         Hacer un viaje a la capital del estado era un asunto de pensarse para los pobladores de Tepic, rebasar Guadalajara y llegar hasta la ciudad de México, era todo un acontecimiento.  Pero continuar hasta Veracruz, embarcarse y navegar durante diecinueve días para atravesar el Atlántico hasta Europa, era cuestión de gastar una fortuna, hacer testamento y pasar seis meses, cuando menos, fuera del país. 
-         Ir a la India, China o el Japón, ni siquiera se concebía,  y no recuerdo a nadie que hubiese viajado por el extremo Oriente. La noción del espacio terrestre se consideraba imponderable para los quince mil habitantes de mi pueblo, y cuando rara vez alguno de estos ciudadanos tenía el atrevimiento y la fantasía de decidirse a emprender un viaje a Europa, era noticia de primera plana en "El Lucifer", que era el periódico local de Tepic y cuyo lema era “lo que en la prensa se dice, por la prensa se corrige”.
-          A las dos o tres personas conocidas y adineradas que tenían por blasón haber estado en París  - dijo en tono de orgullo Don Germán -,  las veíamos con asombro, nos parecían personajes de leyenda.
-         Al salir de mi pueblo - insistió el viejo, dando así la certeza de que el pueblo era parte de él - la pena de haberme despedido de mi familia me tenía en un estado de exaltación que yo desconocía. El mundo empezaba a cambiar y ese cambio que ya me imaginaba brusco, era apenas el preludio.
-         - ¿Qué sería después, cuando ya me encontrase en las latitudes antípodas de México y cuando el origen fuese solo un recuerdo, una manchita de cualquier color en el mapamundi que traía en mi maleta?
- En una madrugada brumosa y triste, muy semejante al estado de espíritu en que me encontraba al emigrar de México, salí rumbo a San Blas para embarcarme, dos días después, en el vapor "San Juan" de la Pacific Mail Steamship Company, cargado de “oro verde”, o sea  plátanos que venían de Centroamérica con destino a San Francisco, aclaró a Julíán, y de ahí a recorrer el mundo. Don Germán tenía una memoria envidiable.
Terminada esta frase, el viejo balbuceó dos o tres más, casi dormido, pero seguramente ya abordo del "San Juan" y mirando azorado la Bahía de San Francisco, donde las luces de los trenes subían y bajaban las colinas como luciérnagas lentas.
Don Germán quedó azorado, porque no había visto nunca la luz eléctrica...
Ambos, Pascal y Julián, salieron juntos sin hacer ruido y Julián volvió a sentir la única pertenencia que le era posible, la que se da en una ciudad donde los que no tienen a esa hora una familia, pueden escuchar cualquier historia, hacerle un lugar en la propia y esperar que amanezca.
Al releer  en la computadora la emoción con que el viejo hablaba de su pueblo, Pascal sintió, por primera vez, pena por Julián, que debería sentir envidia por no tener un origen, por no poder estar ahí algún día de regreso,  y  no haber tenido otra cosa que llegadas solitarias a las estaciones de tren o a los aeropuertos.
Julián tendría que haberse dado cuenta en ese momento,  que no podía decir nada más allá de "haberse ido a comer el mundo a puñaladas", simplemente porque estaba aburrido, o porque la necesidad de una nueva emoción era en él como una enfermedad.
Nunca construyó, no supo cómo hacerlo, el aburrimiento parcial que le significaban todas aquellas personas que dejaban de ser “algo nuevo” se iría acumulando cuando ni siquiera  fuera ya posible conocer a nadie más y simplemente estaría sólo.










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