lunes, 25 de abril de 2011

Capítulo 29 UN EXPERIMENTO DE PROBETA

Pascal se quedó por unos minutos instalado en el deleite existencial de haber descubierto su deseo de verdad cotidiana y la posibilidad de encuentro consigo mismo. Miró a su alrededor y en ese especie de naufragio, donde flotaba la cabecera de la cama, el teléfono, la ropa tirada, el fantasma de Julián, se preguntó por qué esa vida le tocó en suerte.
Esa noche la dejaría pasar sin escribir, saldría a la calle y tomaría una copa con lo que había ahorrado en comida.
Sintió, es verdad, un poco de miedo de habitar en una ciudad tan grande y estar preso de ese instinto que nos obliga a vivirla. Miedo al asalto, al robo, al infarto, a ir a parar a un barrio de mala muerte después de haber bebido todos estos presagios en un trago.
El reflejo los coches con las luces prendidas, iba de uno a otro extremo del muro de cristal, pero apartaba al bar del ruido y el mundo exterior cerrando el espacio y dando la impresión de que esas luces se movían por dentro. Al poderse  diferenciar el "aquí" del "ahí" y del realmente "afuera", el alma quedaba protegida por lo grueso de esos cristales y creaba un cultivo para desarrollar el sueño.
El contacto real con caos de la noche quedó finalmente aislado por ese muro transparente, y como en un experimento de probeta, el alma de Pascal se ubicó fuera del mundo.
Sólo el piano entendía y la pluma sobre el cuaderno escribía ahora diferente, más firme, más río fluyendo y sin poner acentos. Una visión muy barata de futuro se renovaba a cada trago y una sinfonía pastoral, material de sueños y reojo del yo, se fugaban de la fecha o de la cárcel hacia las calles Revueltas con mayúscula, como si fuera a encontrarse con ellas.  No salir de la cueva y esperar en el bar la ayuda de un dios cómplice, entendedor y enamorado alguna vez, como cualquier Dios normal, era lo único prudente. 
La tumba enhiesta, vertical, con voz de madera y herrajes de alpaca, era aprisionada y golpeada entre las piernas por el cantante, en el momento mismo en que el piano parecía consolarla y la hacia sentir su pareja.  La ciudad afuera, insegura, sin porvenir, enferma, se entretenía  contando  sus penas a  una noche morena de smoking alquilado y corbata de moño, que con voz masculina y perversa le decía: ¡Ya basta… !
Protegido por ese inmenso capelo, Pascal volvió a soñar y otra vez recordó el tiempo que perdió escribiendo cartas. Sintió que volvía a caminar por los mismos lugares donde ya había estado alguna vez, pero no sucedía nada, no sentía ninguna emoción, ni tenía a quien contarlo. No se encontraba con Miss Venezuela en el centro "Capriles" de Caracas, ni podía ya cargar una mochila.  No tuvo amigos en Lima con los que tiraba piedras a los tanques estacionados en la calle de Tacna, ni estuvo en la selva de Ecuador o Guatemala.  Nunca se enamoró de Buenos Aires, no se atrevió a pensar que Egipto había estado habitado por gigantes, ni tampoco intentó hablar un español deshuesado en Portugal. No se le apareció el diablo en Bolivia, no lloró con Alberti en París cuando le dijo que había leído sus “Nubes de Colores" en su libro de primaria, ni huyó buscando una cueva cuando el sol no desaparecía de las noches de Estocolmo.
Más bajo, habla más bajo, hay que ser más humilde y hay que  tener respeto - recordó que le había dicho aquél guía en la selva de Guatemala - cuando el pobrísimo indígena hizo un trato con él: Yo pongo muerto, tú pones “guaro”, y gracias a ese intercambio y a una botella de aguardiente barato, compartió la pena, enterró con sus manos a un ser querido que no conocía, y también algo de sí mismo a cada trago.
Pascal ya se había cuenta que cualquier secretaria se pudo haber  pagado, en abonos, muchos más viajes por el mundo. Por eso se hizo el ánimo de que no escuchó otro idioma, nunca extrañó a nadie, no regresó a ninguna parte a escribir nada, ni tenía por qué hacer una lista con todas estas evocaciones, porque muchísima gente tenía una lista más grande...
Lo que pasa es que Pascal  no tiene otra cosa -  se dijo Julián Rojo - y por eso  envidia a cualquiera que no tenga esa pobreza de solamente recordar, esa vanidad inútil de quien no aprendió más,  ya que ni siquiera logró construirse un lugar antes de ser  viejo.
Pero a veces siento que me hubiera aburrido, - se respondió a sí mismo Pascal -, que ya me sé de memoria los huecos que tendría si por arte de magia me hubieran querido desde niño, o si desde un principio hubiese estado siempre con una sola mujer.
Entiendo, por otra parte, que hay que pagar esa pérdida de tiempo que no logro descifrar por las mañanas, cuando siento esta  necesidad de juntar las palabras y darles algún sentido; de hacer algo que alivie la fatiga de enfrentar un mundo que me hace sentir inútil, harto de tener miedo y con verdaderas ganas de quitarme los zapatos.
Pascal volvía a sufrir, como en muchas ocasiones,  la confusión y la pena, esa  realidad  que se vuelve un aire denso contaminado por ellas. Algo que impide a la mente posarse tranquilamente en una imagen, no obstante que dentro, muy dentro, sigue habitando una fe plena en la magia.
Entonces la insensata inmadurez de los poetas se empeña en inventar formas de afecto, como un puente tendido entre su fingimiento y las palabras, para consolarse de una vida  que pasa muy pronto y sin tomarlos en cuenta.
El recuerdo no cambia -  pensó Pascal -  es la misma mujer inexistente y el rincón ilusorio donde se puede dejar de caminar y tener un infarto que acabe de una vez por todas con una melancolía de milenios...
Pero el reloj de lo que sucede a todos empezaba a moverse y los vaivenes, soledades y  angustias preparaban su asalto. La ciudad más grande del mundo amanecía con todas sus trampas en aquella hora y la desidia de quien no quiere levantarse se daba en mismo instante en que se hornea el pan, una escolar se mira en el espejo y se siente más fea que las demás, o los ojos del que se despierta primero descubren un rostro distinto al de sus sueños.
Julián pensó que los clubes deportivos recibirían a sus primeros socios, justo a la misma hora en que la prostituta ha dejado la esquina para contar sus ganancias y que ambos, él mismo y Julián, deberían retirarse de ese bar sin siquiera mirarse, para que uno se fuera a arreglar el closet y el otro quedara finalmente libre y descansar un poco.
Pero otra vez Pascal no tuvo otro remedio que caminar la calle y después de un rato, se encontró con la antigua lotería de su infancia. Un apostador callejero movía unos dados en una lata de leche “Nido”, igual que la que había dejado Ofelia, y animaba a apostar sobre las imágenes que estaban sobre una mesa.
 -Quinientos para ganar mil, mil para ganar cinco mil, cinco mil y me deja sin nada porque se lleva veinticinco...gritaba y repetía la invitación al mismo tiempo que movía la lata con los brazos en alto.
Las devaluadas monedas estaban sobre la mesa y apenas si le tapaban medio cuerpo a la Sirena o la cara al Borracho, cuando la aparición de la Bandera multiplicó las apuestas.
- Para pasar el rato, decía con humildad aquel hombre, que con gran velocidad retiraba les ganancias, pagaba a unos cuantos y todos los perdedores recobraban  la angustia de su prisa...
Los dueños del esfuerzo me condenan -  pensó Pascal - y  yo quisiera saber en qué mercado adquirieron su entusiasmo, a qué edad empezaron a darse cuenta, o quien fue su guía desde que alguno era boy scout. 
Claro que es posible que estos seres se puedan sacar  de la chistera la voluntad de hacer las cosas, y eso, con tal de no imaginarse con la corbata manchada, jorobado un poco y con el cuello de la camisa a punto de volar, tal  como me veo yo ahora.
Son los dueños del esfuerzo, los Wallenda del mundo, los equilibristas que saben venderse, tigres contra tigres, lobos defendiendo a la camada antes de cruzar una calle. Son los sublimes artífices de bajar la frente por la simple y absurda posibilidad de vivir el mismo rato y en el mismo planeta, pero con mejores cosas en el refrigerador o la despensa. No saben que  para ser feliz, no basta con tener pollo en el refrigerador, que también hay una hambre de luz que no requiere platos ni cubiertos, que también existe una necesidad oculta de enamorarse del vecino.
 Pascal volvió a mirar a los apostadores de la lotería callejera, a esos  hombres que con su esperanza modesta seguían confiando en algo tan simple como el Camarón, el Diablo, la Dama  o el Sol.
 Aquí están los que no quieren pelearse -  se dijo -  los que piensan que obtener dinero de otra forma es quitarle a alguien más el pan,  y en franca protesta contra el pecado original creyeron que bastaba confiar en la fortuna y esperar piedad.  "Amarás a Dios como a ti mismo, pero te pondrás antes, porque así quiso él", sentenció mentalmente Pascal, cuando el Sol de verdad salió a calentar a todos y a buscar su asiento en las bancas repintadas de verde. Ahí estaba el mundo, como testigo del acuerdo con sabor a café de tantas mañanas compartidas con Julián; estaba también la intención de abrir el paisaje interior cerrando una ventana y los momentos que habían sido compartidos con él.
Pascal quería pedirle una disculpa por tantos deseos sorprendidos por la espalda, por las culpas que con verdadera vocación le había endosado desde el momento mismo de surgir a la novela, y por esa búsqueda inevitable de consuelo que no lograba resolver. Por todo este quehacer, tan inútil para el polvo que somos y que estaba motivado por la esperanza de un lugar seguro y distinto que nos procurara, cuando menos, un poco de entendimiento.
Todo eso hemos compartido - dijo mentalmente Pascal a su personaje -, lo que no digo aquí, lo que empiezo a decir si tú lo piensas,  las cosas de gente como tú y yo  - sin que esto te ofenda-que triunfó en lo más simple, tuvo un dolor de muelas, respiró indefinible sobre el planeta tierra y gozó con agradecimiento de las cosas más simples.
Antes de seguir caminando, Pascal evocó el milagro de los panes y los peces, que había visto Don Germán el día en que asistió como testigo al sermón de la montaña, pensando que no se podría dar nunca en una ciudad como ésta.
 Víspera de Dios, rumor que crece, qué haremos hasta el día en que el aire sea un reventón de manos, un vuelo de todos, súbitamente.
Murmuró Pascal.











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