martes, 12 de abril de 2011

Capítulo 35 PARA SIEMPRE EN EL DESAYUNO



Aquél razonamiento de Julián no era importante, porque una buena parte de

 Pascal estaba imposibilitada de atender a la realidad y menos aún a la
 
congruencia.  La complicidad de los caracoles lo había hecho estar más

 preocupado por encontrar refugio, y el viaje de su imaginación lo obligaba a

entrar en sus dominios hasta el día siguiente.

Pero no siempre los dos personajes estaban en descuerdo. A veces se tomaban de la mano y transitaban juntos a lugares ideales, todo esto, porque la vida estaba ahí, en el papel,  y la imaginación no era un estado que pudiera discutirse con nadie, era la existencia misma para ambos.
Pascal se ponía una corbata azul o blanca, una cascada completa, un salto de agua. Entonces escuchaba ese sonido y también atendía, sentado en una roca, a su conversación con Ofelia. Se alejaba de la idea de ser viejo y se veía confundido en el paisaje recobrando una forma interminable de esperanzas.
Julián permanecía discreto, sin hablar, sin siquiera mostrase, entretenido por un paseo en el bosque y el mundo quedaba  detenido para ambos.
El sol era una poesía sobre el sol y lo verde hecho palabra, era más verde aún. Los relojes ni en cuenta, el día duraba lo que quería durar y la noche llegaba respondiendo a una intención de abrazo o a la llamada de Pascal.
La infancia aparecía por casualidad, a un lado de ambos, sonriéndole a Julián, que se sentía seguro, aún  con  el viento que cambiaba de nombre sin que nadie lo viera: ala, vuelo, promesa, nube, cuando los árboles bajaban la cabeza para saludarlo.
Pascal escribía, escribía, y entonces el aire y los sueños, el agua, los peces, el latido común de todos los  misterios buscaba refugio en la humedad,  ruina sobre ruinas, musgo en el adobe, olvido del tiempo, sin que nadie se atreviera a desafiar la imagen en que los dos estaban.
Con un punto y aparte podía aparecer el mar dejando que las olas  se llevaran todo lo superfluo, o al filo de una montaña las estrellas acomodarse, haciendo dibujos en  la pizarra de la noche, donde  además también podía borrarse.
Dar vuelo a los momentos, cambiar de sueño, existir siendo elemento, cerrar los ojos, asirse del enorme barandal del universo y caer sentado de regreso, lo hacían tomados de la mano.  Las imágenes eran en sí mismas una forma de estar, un tránsito del alma hacia cualquier lugar que fuera nuevo, o que abarcara aún más. Dios entraba por los sentidos sin explicaciones ni ejemplos, y lo mismo era una luz que estallaba por dentro, que una reconciliación con todo y una armonía total.
Los dos sentían que la música toda  nunca se había atrevido a expresar todo esto; la torre de Babel apenas podía ser el recuerdo de alguna intención del hombre que había quedado atrás, y el ave maría una sensación que se podía tocar, como la arena de los castillos que construía Pascal.
-         La metáfora, pues,  aunque algo cursi.
Interrumpió Julián, que había despertado primero.
-         El verdadero “patrón”, que nos llevó a pasear.
Respondió Pascal, abriendo el refrigerador, que fuera de la experiencia onírica de vuelo, permanecía vacío y ajeno a los milagros. 
Entonces pudo recordar aquella sensación de frío en los labios, el único día en que su padre llegó a visitarlo y le compró un helado, repitiendo incansable la misma frase, una y otra vez: “que tal, verdad  que esta muy bueno”.
Esa misma escena lo había hostigado siempre porque no parecía estar interesado en decir nada más, ni en dar una explicación o cuando menos un abrazo, pero esa mañana pudo ver su rostro iluminado, contento de poder dar lo que tenía.




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Nota:  Curiosamente nadie se había dado cuenta que la explicación de las conductas y la llegada al punto final del escrito, estaba en dos posibilidades: o aparecía Dios y todo se aclaraba, o surgía uno de sus milagros y aparecía la conclusión escrita espontáneamente en una hoja, que los hiciera a todos guardarse en un cajón y por fin tener paz.







































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