martes, 26 de abril de 2011

Capítulo 19 LA GUERRA AJENA

Total, que había tantas historias y personajes en la vida, que el tal Cacho, mera referencia ocurrida hace años, había pasado casi de largo. Simplemente había aparecido por ahí, en alguna conversación o comentario de Nela, aquella intelectual argentina que había venido a México y que Pascal siguió de regreso hasta la ciudad de Buenos Aires.
"Hoy me encontré a Cacho en el subte......",  "Cacho no sale de escribir esa novela.....",  "Cacho se separó de su mujer y eso es una tragedia....". Para Nela era un amigo cercano, parte de la familia, y que aparecía en su calidad de comentario, casi todos los días, en el desayuno o la comida.
En realidad era de esperarse que cualquier día el tal “Cacho” se apareciera a cenar o a invitarla a salir, pero eran días ocupados y difíciles para todos.
Por eso cuando Pascal  lo vio en la librería, aunque no lo conocía,  le extrañó encontrarlo de traje y corbata, muy bien peinado y con un semblante muy seguro, pero sobre todo, tan lejos de Buenos Aires y en la contraportada de una antología de cuentos.
Con cierta curiosidad,  Pascal empezó a hojear el libro y se dispuso a encontrar, un poco prejuiciado,  lo que estaba seguro sería una versión repetida de ese deber que se inventaron los escritores argentinos que están en el exilio;  el  de extrañar todo el tiempo los autobuses de colores y la avenida de Mayo,  con una nostalgia llorona que evoca cada piedra, o la estancia en un café, al que ellos llaman “boliche”, y  con la nostalgia dando vueltas.
Él también había extrañado su ciudad al principio, pero contrariamente a los argentinos, después de unas pocas semanas se había enamorado de Buenos Aires. Habían desaparecido de sus recuerdos  las miles de piedras de la catedral de México, o si estaba dedicada a San Ignacio, y más bien pensaba en los camiones como una pesadilla que tenía que abordar desde que era niño, cargando con la imagen de una patria oficial, magna y vencida, como la expresión gratuita que aparecía en la portada de sus libros de texto.
 Pero después de todo, con qué cara habría de criticar a esos refugiados argentinos, si también él había sido un refugiado y salido huyendo, aunque sólo fuera del aburrimiento. Fue en esa época que se le ocurrió la fatídica frasecita esa de que "las personas somos como trenes y, o les hace uno parada, o no vuelven a pasar", que finalmente lo dejó sin Ofelia.
También había tratado de amoldarse a otra ciudad siendo extranjero, como todos los que llegaron a México,  y había acabado  poniendo los acentos fuera de lugar, asumido la música de tango para extrañar a Ofelia, y esperado una carta que lo hiciera regresar.  Pero sobre todo,  se había hecho cómplice de caminar por el puerto e ir al mismo “boliche” como cualquiera de ellos.
 Tal vez hasta ahora se había dado cuenta que realmente se había enamorado de Buenos Aires alguna vez, porque se habían quedado en él atardeceres naranjas e intentaba buscar acomodo a esos momentos. La verdad es que es fácil enamorarse de una ciudad que es puerto, tiene un subterráneo antiguo, palomas en las estaciones de tren,  está a la orilla de un río y donde  compartir un vaso de vino o platicar con alguien se vuelve una aventura.
Pascal había llevado a Buenos Aires no el deseo de nacer nuevo o el intento de construcción que dan los buenos cimientos, había llevado consigo sólo ese presentimiento de "suceso extraordinario" en quien seguía creyendo, no obstante el descrédito en que lo habían hecho caer las realidades amontonadas en los últimos años. 
Tenía  un amor por la literatura que lo lanzó a vivirla y un deseo inevitable de ir a tocar a la puerta de los momentos, aunque ya en Buenos Aires, se dio cuenta que el encuentro era con él mismo.
El pretexto había sido Nela, aquella intelectual argentina que llegó a la ciudad de México a dar una conferencia, y que luego le abrió las puertas de su casa durante una guerra que siendo ajena, él  se vio obligado a compartir para estar con ella.
Nela lo asaltaba con un beso y no lo dejaba llorar solo, como quien se pare a sí mismo. Lo mismo hacía un pastel de fresa, que podía aparecer desnuda cuando él abría su cuaderno y siempre le decía que la oscuridad era otro Sol, que lo amaba por la intención que tenía, a veces,  de encontrar la verdad y también por la envoltura alegre que se empeñaba en mostrar.
Pascal celebraba cada vez que ella compraba frutas sólo para adornar la sala, porque las veían juntos y su olor les recordaba, cuando estaban maduras, que había que superar las pequeñeces, hacerse comprender y tirar los resentimientos a la basura antes de irse a dormir.
Nela era una playa solitaria en la cama, una montaña blanca de silencio observable desde su vientre; un ser extraño que salía al mercado por comida y regresaba sin ella, pero con una camisa nueva.
Una mujer que jugaba en los parques a ser invisible y caminaba las calles sin pisar las rayitas, que no hacía nunca la cama, pero que ponía flores amarillas en la mesa del comedor y corría abrazarlo cuando lo adivinaba.
¿Pero qué tenía que ver la historia del tal “Cacho” en todo esto?
Podía ser que Nela le hubiera dicho algo después de que él se fue y por eso aparecían datos de  su propia historia en ese  libro de cuentos, el “mexicano” que llegó a vivir una guerra ajena  y que “Cacho” no pudo haber inventado. Claro que los escritores profesionales son locos de remate – se dijo a sí mismo Pascal -, toman un nombre, una imagen, rumian toda una noche lo que les contaron y sin que importe nada lo hacen suyo y lo escriben.
Esa es su pasión, su oficio y están condenados a hacerlo sin remedio.
¿Sería la misma Nela de la que hablaba el escritor?
Porque cuando llegó esa carta de Ofelia a Buenos Aires,  ella la abrió con el pretexto  de que creyó que era de Germán Bidasoa, de quien Pascal le había hablado como su maestro.
-No pude resistir la tentación.
Había dicho muy seria.
 - Creí que era del maestro de vos, el tal Germán ese, del que hemos hablado.
Pero no, lo cierto es que la carta era de Ofelia y clarito estaba dirigida a mí, pensó Pascal, además era otra letra, tenía remitente.
Pero qué iba a hacer una mujer que vivía con un loco como ese, con un mexicano que llega a Buenos Aires a una guerra totalmente ajena y metido por una mera casualidad en todas esas broncas. Qué iba a hacer Nela, si también esperaba una carta de su marido que nunca llegó del Perú, adonde había huido después de una revolución “de los tenientes” de la que Pascal no entendía  nada.
Ella se había quedado sola con un gato que se llamaba “huesito”,  teniendo que trabajar todos los días y viviendo  con Pascal,  que si bien no sufría el "delirio de persecuta”,  como algunos de los peronistas refugiados en la ciudad de México, sufría la melancolía cierta de haberlo dejado todo por seguirla a ella.
Nela abrió la carta porque tenía que hacerlo y a Pascal,  en la calle de Pacheco de Melo, entre dos batallas, una de ellas ganada por  Bolívar, la esquina de Junín, la calle de Ayacucho, le había llegado la angustia y la derrota, el “esfungio”, el "bandeo" y todas esos estados inconsolables del alma que inventan los porteños.  Quería dejar Buenos Aires y a Nela, porque igual que solía pasar con las otras mujeres, se le había pasado muy pronto la magia del enamoramiento.
El no tenía porqué sufrir por el sonido sordo de la bomba que explota en una delegación de policía o en un cine, ni tampoco cuidarse de los chóferes de taxi porque todos eran policías o "canas", como les dicen ellos.
Tampoco tenía por qué pasar noches enteras escuchando a un  líder minero de la Rioja, fabricante de bombas caseras, enfermo siempre de violencia y haciendo planes para que estallara el mundo. No tuvo por que haber conocido al elegante Singer, que era capitán del ejército con Videla, pero también peronista infiltrado y abogado defensor de las víctimas en centros de detención ilegal, y que llegaba siempre  como un “superman” de traje cruzado y peinado con gomina,  dejando en un sillón de la sala una pistola  escuadra y dos granadas que parecían latas de sopa con un tuerca arriba. En realidad,  ni siquiera dijo nunca su nombre verdadero, Pascal simplemente lo bautizó así, en homenaje a la máquina de coser que había en su casa cuando niño.
 Algunas veces llegaba otro personaje, el gordo aquél - recordó Pascal - experto en sacrificar gatos callejeros que encerraba en las cajas donde estaban las conexiones de la luz, y que  armaban un "bochinche" que dejaba a todo un barrio sin electricidad. Por lo menos ese era alguien que llegaba alegre y orgulloso de traer todavía puesto un traje que se había comprado con "el último doble aguinaldo"  que dio el general Perón.
Pascal también recordó las bombas de alcohol y glicerina  para distribuir volantes que él mismo hacía con Nela en el patio, o aquél hombre que soltaron a medianoche en un campo de trigo y no volvió a dormir pensando que con su esposa harían lo mismo.  Y la verdad sea dicha, en un principio esa circunstancia le había parecido el marco de una  novela de la que él formaba parte, donde estaba en medio de todo esto haciendo el amor con Nela, muerto de miedo porque sabía que podían allanar la casa.
Pero después las cosas empezaron a cambiar, ella se levantaba muy temprano, dejaba hecho el desayuno antes de ir a dar su clase y él se quedaba dormido, "tirado a muerto"  porque se había desvelado escribiendo poemas que ni siquiera eran para ella.
Hasta esa tarde, en que su cara de muñeca de trapo, enmarcada por un cabello increíblemente rojo que parecía de estambre, se había cansado de llorar y no corrió a abrazarlo como siempre.
- Andá...andá.
Le había dicho mientras planchaba la ropa.
-Andá, que aquí no se prohíbe a nadie irse a estrellar a una pared.
-Andá si querés irte, que estamos en guerra y no hay tiempo de estarle cambiando los pañales a nadie.



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