miércoles, 27 de abril de 2011

Capítulo 1 LA ALUCINACIÓN POR APRENDER

- Figúrese licenciado lo que hubiera sido de esta pobre criatura, mi vecina se lo iba a echar a los puercos....  Había dicho sin más la lavandera.
Pascal Lezama intentó huir de esa visión que sugerida por la frase, que no lograba entender bien. Imaginó los tres camiones que habría tenido que abordar aquella  mujer para llegar hasta su casa  y  el alegre convencimiento con que asumía la adopción de un hijo más.  
-Pero  lueguitito me fui al registro,  pa´ evitar dificultades.  ¡Si viera cómo estaba de  sucio¡….. ¡Y cómo lloraba¡
- Ora que como no está la señora, se lo voy a dejar en el rincón, que alcabo viene bien dormidito, pero si le da lata nomás.. ¡ Echemi un grititu ¡
No era necesario esperar a que regresara ninguna señora para hacerla cargar una bolsa con frijoles o azúcar, dar más dinero por menos ropa limpia o atravesar, a bordo de una frase repetida como: “pueblo maravilloso éste”, al otro lado de una tarde de viernes. Un sentimiento de admiración y envidia se apoderó de Pascal Lezama durante unos segundos  y más tarde, el temor al reclamo que surgiría con el  primer quejido, si la criatura despertaba,  algo así como: “ y tú,  en concreto, ¿qué acto has hecho por otro ser humano que te haga mejor que ella?”
Pascal pensó que nunca se había conmovido a tal grado por nadie,  que podía entristecerse viendo una película o fingir amores tortuosos al escribir un poema, gastar una pequeña fortuna en un piano bar, pero que en realidad todo sucedía con un disfraz de palabras para no verse comprometido a nada.
Claro que podía intentar una meditación inútil que involucrara la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el castigo a todos los culpables de la pobreza en el mundo, o también podía olvidarse de todo esto para ser testigo de un asesinato,  o estar en Disneylandia con sólo apretar un botón  desde su cama. Pero tratar de encontrarse en vidas prestadas o imaginarse otro, entre anuncio y anuncio de la televisión, era caer en lo mismo y ser uno más de los millones de espectadores inútiles que hay en el mundo.
Pascal Lezama tenía una forma complicada de existir y un desorden muy grande. Su circunstancia hablaba cada día,  y él  la escuchaba y la dejaba ser; su vida estaba hecha por el recuerdo de lo que había pasado y la presencia, de alguna u otra forma, de todo eso.
La felicidad posible se había estacionado en una “edad de oro” en la que tenía libros, un trabajo fácil, cigarros, hacía poemas, veía a sus hijos, platicaba con ellos, conocía a personas que nunca se quedaban y todo tenía una “estabilidad” muy entendible para los que eran iguales.
Tal vez hubiera podido dar otro sentido a su existencia si esa aventura que imaginaba se hubiese descifrado alguna vez.  Si realmente la sonrisa fuese la llave de una historia que llega a cambiarlo todo, o si Ofelia no se hubiera ido y el recuerdo no insistiera en seguir asaltando por su cuenta.
Pascal pensó que por lo menos su alucinación por aprender había permanecido; que pasar  las mañanas leyendo y  tomando una taza  café – no hacía falta más  – y sintiendo orgullo de descubrir cosas como el origen de una palabra o las sensaciones del hombre primitivo,  no había sido tan  malo.
Calcular que las estrellas que aún brillan no existen ya más, y pensar si después de tanto tiempo tendrían algo así como un cansancio de existir y mucho que contar.  Saber que el tamaño del universo o del micro es algo imposible de imaginar, o  disfrutar cosas tan simples como escuchar “Amapola” y sentirse triste sin saber bien por qué, habían sido signos distintivos en su vida  y  formas de escaparse.
Pascal pensaba que todos los demás - “todos” eran sólo las pocas gentes que estaban cerca -  comprendían esa forma de ser como quien disfruta la música sin descifrar las notas, en la pura aceptación de platicar la vida e irla pasando.
Por otra parte, su inconciencia no era tanta como para no calcular el precio de pedir un favor, preocuparse por encontrar trabajo, o seguir viviendo con miedo hacia la carencia o la muerte. Pensaba que “algo” de esa manera de vivir se había quedado dentro de él, “algo” que era valioso, y que unos  tenían unas cosas, otros otras, sin que  al final nadie se llevara nada. 
Todo esto resultaba un poco complicado, porque siempre había tratado de complacer a todo el mundo y como dice el tango: “jugar de casi pierdo, para estar más cerca del corazón”, por una necesidad de ser entendido o escuchado, que se remontaba a mucho tiempo atrás.
¡ Que desperdicio ¡
Había dicho una vez Ofelia, al cerrar la puerta del viejo coche que Pascal había bautizado como el Enterprise. Se refería a un contacto con el mundo real, imposiblemente real, donde tal vez Pascal Lezama pudo haber tenido éxito.
No encontrar sentido a su existencia después de haber escuchado a la sirvienta, y saber que no tenía un cuestionamiento claro, ni siquiera una protesta o enojo en contra del mundo, era algo muy grave. Se había pasado la vida siendo grato en las fiestas, solidario en los momentos tristes de sus amigos, o jurando amor eterno a una desconocida los fines de semana.
Claro que no hubiera podido sobrevivir si no hubiese una magia detrás de su desorden; si verbos como “encontrar” o “aparecer” no fueran conjugados en el tiempo por la casualidad y al momento de buscar un lápiz, no se encontrara con un sobrecito de azúcar, justo cuando el deseo de tomar un café no podía postergarse; si frente a la urgente necesidad de un cigarro, su propio desorden no le procurara el encuentro con una media cajetilla perdida en la bolsa de un saco, o si el recibo de la luz no hiciera su aparición en el lugar más insospechado, apenas unos días antes de vencerse y sólo para llegar a salvarlo.

Capítulo 2 SOLO EN LA BURBUJA

Pascal Lezama miró los anaqueles repletos de libros que estaban arriba de su computadora,  haberse entregado a ellos tantas veces, o fingir que se entregaba, era olvidar que la demás gente solía transitar las calles, enamorarse algunas veces, compartir los lugares, o salir simplemente a disfrutar el Sol. 
Sin duda era mucho más útil el acto humilde de regar las plantas o escribir una carta a su hermano -  la vida estaba hecha de actos, no de palabras - y aquella mañana se lo había  demostrado la lavandera.
Sólo que también era un poco tarde para amar al prójimo con una pureza de corazón inusitada y una humildad de espíritu difícil de inventarse a esas alturas.
Además, Ofelia le había sugerido que aprovechara estos días que estaba sin trabajo para arreglar su closet,  y él seguía ocupado en especulaciones irreales. Conceptos o definiciones escritos con un indudable propósito de ser mejor estaban ahí, en esos libros, hechos por unos pocos para unos cuantos y con la sublime pretensión de cambiar al mundo.
El problema era que todas esas páginas que debían ser un reflejo de la solidaridad universal, en su mayoría sólo manifestaban los diferentes estilos con lo que cada autor defendía “su verdad”, sus propias ideas o su manera de ver la vida, sin que ni siquiera algunos de ellos estuvieran convencidos de nada, sino a la espera de un reconocimiento, o cuando menos  de un lector.
Todo esto lo volvía a dejarlo a él y al resto del mundo en un abandono y una incomprensión que tarde o temprano haría que la humanidad entera se fuera del planeta. Más o menos por ahí debía de andar el propósito de la ciencia, e incluso el arte y hasta el grito de protesta que se escuchaba en las calles, volvían a dejarlo solo a él y todos los demás con su propia soledad.
La gran mayoría de los hombres merecían el trato de héroes por haber tenido que enfrentar esa circunstancia sin que se les hubiera aparecido Dios, ni logrado hacer ese patrimonio con el que soñaron, ni realizar el amor que esperaban. Casi todos estarían envejeciendo sin remedio, sufriendo de diabetes  y  trabajando por una pensión que quizás no les llegaría nunca.
Por eso las grandes ciudades deberían ser como un enorme mausoleo, porque todos sus habitantes merecían  el trato de héroes y tener su propio monumento,  ya que  nadie  podía ufanarse de haber sido comprendido realmente.
Pascal pensó que alguien tendría que traducir esa injusticia que se mostraba en el tiempo que se pierde al cruzar una calle; en las hileras de coches detenidos en el tráfico, en la angustia de quienes les urge recobrar su prisa. Alguien tenía que dar sentido otra vez a las canciones que permanecieron fieles a sí mismas, recuperar las miradas en busca de un encuentro, volver  a los lugares que fueron propios: los parques, las cafeterías, los bares, los hoteles de paso y todas aquellas calles que la luna ha visto.
Pero finalmente había muchos sitios de soledad compartida que impedían este rescate, los problemas del mundo eran de economía  y todo lo demás algo tan inútil como las cartas de amor mandadas a destiempo. No éramos otra cosa que palabras aisladas en busca de un significado, de una explicación o un misterio para aburrirnos menos,  y era claro que el hecho de aceptarlo así nos daba un privilegio: si no había otra cosa que el absurdo, podíamos sublimarlo, utilizar un punto y aparte a cada momento o párrafo de la vida y tomarlo como el único alimento posible, sin que esto nos preocupara para nada.  Confesar lo imposible y en el camino ir tomando del azar formas breves de realización antes de envejecer.
Así, haciendo experimentos psicológicos y morales, se podría descubrir la naturaleza íntima del espíritu, según cada cual, sin pretender corroborarlo como una verdad con pretensión de ser universal, dejar fluir la vida y pasar junto con todo lo que pasa. 
Entonces bien podría uno inventarse una explicación donde bastaría escribir una página, quizás sólo una página, en la que se probara que intentó ser mejor.
Pascal Lezama se decidió por una especie de novela, crearía un personaje que se llamara Julián Rojo, con una pareja que se llamara Ofelia y que le dijera “Ruge” sólo para burlarse. En esos párrafos podría reflejar la admiración que tuvo por su padre, su soledad actual, ese amor por alguien que nunca había logrado concretarse y suscitar las contradicciones que fueran propias del lector, si es que llegaba a tener alguno.
Escribiría primero en un cuaderno a manera de diario cuanto se le ocurriese y luego lo pasaría a la computadora para acomodar los hechos e intentar alguna forma de congruencia que se pudiera leer.  Imaginó que podía contar con la complicidad del responsable de las decisiones totales, que el universo entero era el escritorio en desorden de un Dios tratando de encontrar una forma de comprensión o abrazo para sí mismo,  y entonces él aportaría la crónica de su humilde existencia, apenas una modesta letra o un signo que completa la frase, un acento a una palabra que se le fue al creador,  pero que formaría parte de esa especie de Nuevo Documento. 
¿O qué, no había sido el relato la forma que había escogido  Dios para mostrarse? ¿ No éramos todos nosotros sus hijos?
El deseo de un ser supremo no podía ser otro que dar congruencia a esa suma de objetos, hechos o datos que no tenían integración, siempre dispersos en un “no-entendimiento” que sufrían por igual todos sus hijos, no importaba si en ese momento estuvieran viendo el fútbol o pensaran que la felicidad era tener trabajo y poder ir de compras al supermercado, y  todo esto, precisamente porque la intención de cambiar al mundo llevaba tantos siglos de fracaso, era que Dios permanecía indiferente, porque ya no hacíamos otra cosa que seguirle pidiendo.
Quizás otra razón no confesada por Pascal para intentar el escrito, era que ya no podía vivir detrás de su propio engaño y empezaba, tarde, a madurar.
Escribiría irremediablemente y cuando menos un rato, cuando menos hasta que llegara su mujer o encontrara trabajo.
El reloj marcó las dos de la mañana y la vanidad de inventarse le dio a Pascal  las energías suficientes para seguir tecleando en la computadora.
Julián Rojo, nacido en ese mismo instante, también miró el reloj…
Durante todo un día el ron había hecho sus estragos, no tenía adónde ir, atravesó Insurgentes, caminaba por Medellín, cuando apareció prendido el letrero azul de “La Burbuja”, contó el dinero y de cualquier manera decidió entrar.
Lamentaba su propia falta de voluntad para cambiar e imaginó que el destino era como una carta de póquer que alguien más se jugaba por él.
El total de la orquesta se componía de unas tarolas, un saxofón y una guitarra eléctrica; los restos raídos de una alfombra roja intentaban dar un toque de elegancia que se veía frustrada y una vedette, arriba del escenario, se desvestía siguiendo una rutina que no espera el aplauso.
Julián sintió que un aire de complicidad flotaba entre esa familia de ficheras, meseros, garroteros y músicos, presidida por la autoridad del saca borrachos. Creyó ver entre los comensales la necesidad de una  ilusión que parecía flotar en el ambiente y que igual es  falsa, pero que es grata mientras dura,  y que finalmente nada duraba para siempre.
Era aquél espejismo convocado por el hábito permanente de escapar, como una costumbre reiterada desde hace milenios y siempre a la búsqueda de la magia, de un momento que retrase a otro momento, o  que evite la pena de  tener que llegar a algún lugar.  Algo así como si el instinto de estar siempre huyendo de un presente continuo en la prehistoria, una forma de detener el tiempo que estuviera siempre de regreso para vencer, como entonces, a la modesta razón que no alcanza a comprender la multitud de cosas que están en el universo..
Los hombres se habían servido del engaño al descubrir sus beneficios e igual que los peces,  seguían mordiendo el anzuelo y cayendo en las redes. Sólo que  ellos habían caído también en otro truco, se habían empeñado en buscar lo que no es cierto, porque en el fondo sabían que ninguna otra cosa lo es por dentro. Por eso daban rienda suelta cualquier forma de consuelo, pero en el fondo, sin llegar a perdonarse por esto...
En una mesa muy cerca de la tarima improvisada, estaba el obrero sin tener muy claro estos argumentos, aún en traje de faena, abandonado a su suerte y con la deuda de una botella encima.  Esa era la consecuencia de haber sido “el otro”, el que momentos antes derrochaba simpatía entre aquellas "bellezas" que se ganaban el pan de cada noche, tenían una hora de salida y ganas de llegar a su casa porque ya estaban muy cansadas.  Igual que el obrero, aquellas mujeres también tenían una necesidad de abrazo, pero más bien esperaban un beso de sus hijos y no del desconocido de siempre, que nunca  habría de quedarse con ellas.
Aquel pobre empezó a pagar con el arrepentimiento antes que con su quincena, sabiendo que en esos momentos era inútil huir hacia la puerta y menos aún de una realidad que se hacía presente con el malestar que ya se presentaba.
La cuenta tendría que llegar como una sentencia más y la astucia de los meseros preparaba ya algún arreglo; en caso de que no le alcanzara el dinero, habían visto ya una medalla que parecía buena, o calculado el poco valor de su reloj y servido hasta ahí.
De alguna manera había que asegurar el pago del supuesto consumo, el instante en que se sintió "importante" antes de empezar a perder la conciencia y sin darse cuenta, se fueron  desdibujando en él las pretensiones. Tenía que pagar  su afirmación de hacía unos momentos, la comparsa y el grupo de modestos actores que lo habían hecho sentir “distinto” hasta la hora de cerrar, y todo esto  en el  ámbito de la modesta escenografía de ese bar de segunda.
Vestida de nuevo y atravesando el salón para llevarle una cuba, la mujer que había bailado hacía unos instantes se acercó a la mesa de Julián, calculó la hora, le adivinó el gesto, y una extraña complicidad se dio al momento de aceptar un cigarro. Como entre gitanos que no se leen la buenaventura, ambos se dijeron su nombre verdadero y se dieron cuenta que ella estaba obligada a desaparecer.
Las mujeres eran para los clientes y Julián había hecho tratos a la entrada, no podía pagar una botella y lo sentaron muy atrás, desprendido del mundo, dejado de la mano de Dios y lejos de la pista.


Nota.- No le pagué a la lavandera y Ofelia me dejó dicho que arreglara el clóset.


















*

Capítulo 3 EL PRIMER AMOR

El día siguiente transcurrió sin prisa, con sólo un café negro y la televisión sin encender. Pascal Lezama permaneció aislado por la lluvia, tratando de escribir y suponiendo que una novela debía empezar por el principio,  que la soledad de Julián no tenía por qué aparecer tan pronto y que desde el primer momento lo había condenado a ser un perdido, un libertino.
Pero además, su infancia llegaba esa tarde a él sin que se diera cuenta, como si se quitara los zapatos para no hacer ruido, aparecía de repente y no porque él quisiera, sino sin querer. 
Era como salir de una estación del metro, subir las escaleras y encontrar de repente a la catedral;  no recordar de qué manera se llegó hasta ahí, ni por qué arriba esa sensación de verla como si fuera la primera vez…
El domingo abrieron la carpa cerca de la estación del tren, a una cuadra del callejón, recordó Julián sin remedio.  La carpa se llama ”Caralimpia” y yo no sé de dónde, porque el piso es de tierra y por afuera se ve retemugrosa. Desde las cuatro empiezan las tandas, tocan una música bien padre y a la entrada venden fruta, veinte centavos por una rebanada de piña pero te embarras todo.
Mi amigo el "chino" no se limpia nunca los brazos, por eso una noche soñé que se lo comían las moscas y ya después no podía ver al “Chino” sin acordarme. Dice mi hermano mayor que no es bueno soñar eso de los amigos, porque después uno tiene la culpa de lo que les pase algo por haber pensado mal. Es como "echar el mal de ojo” y eso hasta puede hacer que al otro se lo “cargue la ley”. 
Aunque la verdad ya ni sé, en la casa nadie soñó nada de mi papá y de todos modos se lo cargó la policía, disque por “sospechoso” y todavía no ha vuelto.
Pasé toda la mañana haciendo mandados y juntando lana porque tenía  muchas ganas de  ver a los artistas, hasta saqué los dos pesos que le gané al “Jarocho” en la rayuela y que tenía guardados para comerme unas quesadillas.  El “Jarocho” ya tiene diez y seis, siempre trae lana, y aunque mi hermano diga que es mal habida, yo veo que él siempre anda retecontento.
La carpa es bien  bonita, tiene hartas fotos a la entrada para que te des un quemón de lo que pasa dentro y muchas luces y bancas para sentarse. Yo creo que así han de ser los teatros que están por el centro, pero han de ser todavía más grandes.  A mí me gusta mucho por el resto de focos que están prendidos y porque es calientita, porque uno se da cuenta que adentro está la música y aunque no hubiera nada, también dan ganas de echarse unas canicas en el piso de tierra, sólo que no se puede, porque apagan la luz y sacan a todos después de cada función.
Yo creo que es para que se puedan ir a dormir los artistas.
¡Por fin junté tres pesos! La tanda cuesta uno cincuenta pero yo invité a ”Nahual” porque es mi cuate,  jala parejo y porque ir solo no tiene chiste.
Cuando entramos nos dieron un boleto que sirve para dos veces y si lo pierdes, pues te amuelas y te sacan. Yo lo guardé bien apretado pero se me arrugó y se mojó todito, porque a mí me sudan las manos.
Ya que va a empezar la función abren  unas cortinas rojas y sale una chava bien molacha que canta con un disco y moviendo nomás la boca…  ¡Uyy!, así que chiste.
Luego sale una señora que más o menos se  parece a mi mamá, sólo que mi mamá está menos, yo no sé, menos gorda, vestida distinto y como que yo no me puedo imaginar a mi jefa moviendo tantas partes al mismo tiempo, además de que mi mamá no tiene los ojotes tan pintados ni esas pestañotas. La señora se llama “Flor de Egipto”, todos los hombres le echaban sus albures y luego le aplaudieron para que volviera a bailar.
Uno que se llama el “Furrufias” traía pintado un bigotito y la camisa más remendada que yo, pero es bien cuate, le echa a uno sus mentadas pero a la buena. El  ”Nahual” se reía mucho, perdió su boleto y se tuvo que meter debajo de la banca para que no lo vieran, pero con la buena suerte de que se halló la mitad de un chocolate que todavía estaba bueno.
En la segunda tanda salió un viejito, que dizque era mago, ni hacía nada, nomás sacaba mascadas de la manga y todos hacíamos como que no se notaba, nos hacíamos güeyes porque el mago estaba muy ruco y total, qué le cuesta a uno.
Al final salió una chava bien bonita, se llama "Selene del Mar" y baila también, pero diferente. Nadie le apludió porque estaba muy flaca y nomás se nos quedó mirando al Nahual y a mí, así que yo me quede apludiendo hasta que me ardieron las manos.
Cuando sea grande voy a ganar harta lana y me voy a casar con ella.


Nota: Varios años después, Julián y Selene del Mar se cruzaron en la misma calle sin reconocerse. En realidad ella ya no estaba tan flaca y Julián pasaba por ahí, o era que Pascal daba vuelta a una hoja del cuaderno. Lo cierto es que ya no bailaba en  ninguna carpa,  formaba parte de una sonrisa compartida todas las noches con otras dos morenas en una misma esquina y había adoptado un nombre distinto,  en realidad cualquiera que le gustara a su cliente.





*









Capítulo 4 EL TIEMPO EN LA PECERA

Bastaba encender otra vez la computadora para que se atropellaran las preguntas: ¿Quién demonios escribió esto?... ¿de qué se trata?... ¿por qué al apretar un botón aparece en la pantalla una existencia que tiene que ver con uno mismo y también es extraña?
Igual que sucede con los sueños, a la mañana siguiente las situaciones habían quedado sin comprenderse y girando alrededor de un escrito donde ni siquiera la imaginación alcanzaba a darles un sentido. Las palabras existían  sin estar sujetas a la voluntad del autor, atraídas por otro centro de gravedad que no tenía que ver con el mundo real y protegidas por la envoltura de otros sueños.
Tampoco esa circunstancia parecía compartir el objetivo señalado al principio de la novela y que debía ser la búsqueda de una explicación para Pascal, sin la intervención de quienes habitaban su inconsciente.
Surgió la duda sobre las palabras que parecían haber adoptado un  extraño sentido por si mismas y  Pascal volvió a leer esa serie de imágenes que parecían mostrar un rostro lastimado; la alquimia cibernética elaboraba un escrito que se alejaba de la realidad y convertía a su personaje en víctima del complejo de Edipo, el origen humilde, y que lo proyectaba hacia un rencor social  que tendría el riesgo de aparecer más tarde y adueñarse del relato.
Pascal decidió guardar todo lo que se fuera escribiendo, al margen de todo cuestionamiento, porque aceptar  la expresión leída de regreso en la computadora lo hacia pensar en la necesidad de recurrir a un siquiatra, cuestión que a primera vista parecía ser urgente, y volver a leer todo completo, quizás lo llevaría a entender sin gastar un dinero que tampoco tenía.
Entonces trató de buscar otra escena que hubiera sucedido y que narrara la época en que fue feliz con Ofelia. Lo de la carpa podría editarse después, o de plano suprimirse al momento de compaginar otros capítulos...
El licenciado Julián Rojo, lejos de su infancia y la carpa “Caralimpia”, se aburre en su oficina, a la espera de que su jefe se digne, casi nunca lo hace, preguntar por algún asunto; por el ventanal de su privado pasa  el chofer del “Señor Director”, un ser más simple pero menos aburrido que él, porque su trabajo, seguramente más entretenido, consiste es estar siempre atento, dando vueltas,  para informar quién llega temprano o quién se va antes.
El escritorio de Julián Rojo guarda un discreto desorden, donde a un lado están visibles los principios y la ideología del Partido, el ideario político del “Señor Secretario”, tijeras, lápices, hojas en blanco, cinta transparente para pegar, y en el cajón más accesible sus vitaminas, varios sobrecitos de azúcar y un vigésimo de la lotería vencido. 
En el estante de esa misma oficina se aprecia un viejo diccionario y la libreta de taquigrafía que una secretaria dejó por ahí, y que lo mismo tiene escritos algunos oficios de “machote” que apenas cambian el nombre, que las notas de un diario personal, testigo silencioso del acoso sexual de un Jefe de Recursos Humanos que entendió mal las atribuciones de su cargo, e insiste en insinuarse todas las veces que ella pide un permiso para faltar.  En otro archivo y sin que nadie lo note, se guarda la prisa de irse,  la  que todo el mundo saca poco antes de la seis.
El office boy está harto de la forma en que una o dos secretarias le piden las cosas, las secretarias de ser sorprendidas siempre a la hora en que desayunan, y el jefe de ambos de  las instrucciones que no lo toman en cuenta.
 Lo único importante es quedar bien con el “Señor Director”, éste con “Subsecretario”, al “Subsecretario” lo único que le interesa es su imagen con el “Secretario”, y al “Secretario” le importan otros asuntos, de carácter confidencial, mismos que de acuerdo al escalafón,  Julián es el que menos tiene por qué enterarse.
La historia se repite en otros pisos, en los pasillos atestados de escritorios, en los pequeños privados divididos por  cristales para que cada uno pueda ver que el otro hace algo.
El “principio oficial” seguirá siendo que aquí se viene a trabajar y no a hacer relaciones humanas, y nadie pensará en el otro si esta en juego un ascenso. Sólo en la deslealtad permitida que significa gastar un poco el tiempo antes de irse, la gente dará rienda suelta a sus conversaciones, aprovechará para ir al baño,  y dejará ver en su rostro una sonrisa igual de modesta que  su salario.
A todos les vio Pascal cara de peces, parecían no guardar memoria de otros espacios que no fueran los ventanales del edificio, siempre sin atreverse a nada porque eso contradice el principio de continuidad y un pez que intenta volar, lo podrá hacer una vez, pero al salir del agua renuncia a la pecera y a su condición de estar protegido  Tendrían que pasar generaciones, siglos de evolución para que un pez volara y mientras tanto, lo que hay que hacer es estar agradecido por la quincena que cae desde arriba, y por ese dios sexenal que cambia el agua y los mantiene vivos.
Pascal sabe muy bien que hay ciertas horas en que la abyección es la reina  de los pasillos y un sentimiento de orgullo se muestra en la cara del burócrata cuando el jefe le da unas palmaditas en la espalda y le confirma que lo hizo bien.  En ese instante, en ese preciso instante, la vida de ese hombre que pudo haberse dimensionado a otros espacios empieza a perderse.
Ahora Pascal aborda un barco donde su sueño es capitán, el inconsciente está obligado a remar y, gracias a un viento de nostalgia a su favor, la oficina y su jefe han quedado atrás…






*

Capítulo 5 CÓMO CONQUISTAR A LAS MUJERES

“Lo mismo te enamoras de una rica que de una pobre”. Solía repetir Hortensia López de Rojo a sus hijos todos los domingos, día en que lo quisieran o no, la familia tenía que verse las caras.
Doña Hortensia acostumbraba invitar los fines de semana a Don Germán Bidasoa, un hombre maduro y eternamente de viaje a sus anécdotas, experto en explotar minas abandonadas, campos petrolíferos plenos de agua salada, o venta de terrenos con una falsa plusvalía que haría pensar en una Australia recién descubierta. 
El personaje era muy educado,  más bien era el único educado en toda la vecindad y además una figura masculina que cuando menos ese día,  daba un tono de integración familiar al desayuno. Un hombre así era, considerando las alternativas y después de todo, un buen ejemplo para sus hijos.
Contaban en el vecindario que un día Don Germán decidió gastar todos  sus ahorros para invitar a Doña Hortensia nada menos que a Europa, pero que ella, mirándose al espejo, decidió no aceptar porque se sintió muy gorda y prefirió guardar misterio sobre una belleza que como las historias que contaba  Don Germán, era casi una leyenda en el barrio.
Este personaje era magno con su cultura y se dignaba hablar en español la mayor parte del tiempo, pero igual podía hacerlo en francés, italiano o alemán, recobrando la vivencia de la anécdota en su idioma original y presumiendo, por breves instantes, que los demás habrían de entenderle.
Durante mucho tiempo Doña Hortensia y su familia escucharon la  crónica repetida de los mismos lugares y de aquellos personajes que sólo Don Germán había conocido; relatos que los hacían soñar al revés y sin remedio, porque dadas sus carencias, eso de “recorrer el mundo” era algo que se quedaría sin realizar, siempre como un cadáver de lo que podría haber sido, si no hubiera obrado el azar biológico y social, si uno hubiera nacido en otro lugar y tenido mejor suerte.
Todo esto hizo pensar a Doña Hortensia que había llegado al final de la vida como a una función de circo, pero a la hora de los aplausos y precisamente cuando todos los demás ya  iban de salida. No obstante en una época y contagiada de un entusiasmo inútil, se había sentido personaje de alguna de esas anécdotas y repetido consejos a sí misma que hubiera podido enseñar a una hija, pero nada más tuvo puros  hombres.
Desahogos aparentemente inútiles, fueron descubrimientos inauditos del alma femenina que dieron a Julián Rojo toda una serie de fórmulas para conquistar a las mujeres; mujeres que al decir de Doña  Hortensia, eran igual que las carabelas de Colón: si encuentran un viento favorable, llegan antes que nadie al descubrimiento y la conquista, pero si es en contra, pierden el rumbo y ese mismo viento emotivo es causa de su naufragio.
Julián llegó a saber que al abrir una puerta  ellas adivinan a quién le gustaron y a quien no; saben qué posibilidades de relación son posibles, cuál será el tono de la conversación antes de intentar relacionarse con alguien y escogen, desde la frialdad de la cabaña que está al fondo de su alma - lugar al que no entra nadie, afirmaba doña Hortensia -, su mejor opción de ese momento.
Arreglarse y parar el tráfico en la avenida  Insurgentes, o ser objeto de una apuesta de póquer entre hombres audaces, son sólo detalles que subyacen en los deseos "decentes" de una mujer bella. Decir rojo un viernes y verde al día siguiente, es un privilegio femenino que no admite reclamo, porque el concepto del honor y sostener lo que se dice está en los hombres, que compiten por ellas y no en las mujeres, que se saben los premios.          
Fue entonces que Julián Rojo se dio cuenta que estaba preparado para responder a todas esas actitudes y más aún, que tendría una respuesta nacida de una información que ellas no sospechaban, pero que encajaba perfectamente y de manera inconsciente en los deseos femeninos.
Aprendió a guardar un desdén no exento de cortesía y a realizar formas de mentir o de complicidad  difíciles de imaginar.  Bajo el principio de que las mujeres eran antes que nada hábiles con ellas mismas para así asegurar sus posibilidades y mucho antes de serlo con los hombres, entendió que sería mucho más fácil acomodar sus ambiciones a lo posible, la locura a lo conveniente, y sus deseos amorosos a la aparición de cualquiera, pues él también podía hacer lo mismo que las mujeres, a quienes les bastaba con cerrar los ojos al momento de hacer el amor e imaginar estar con quien les diera la gana.
Después de descubrir esa verdad tan simple, tener celos no tenía caso, era como pasar la mitad de la vida buscando el argumento que te podía hacer infeliz la otra mitad, porque el engaño se daba siempre.
Pero sobre todo, Julián Rojo aprendió a crear historias que parecían ser una respuesta anhelada  por el sexo femenino.  Así, por ejemplo, Doña Hortensia le inventó, sin duda sugerido por una conversación de Don Germán Bidasoa, que la civilización China había creado en el siglo III antes de Cristo,  un libro de uso común donde estaban escritas doscientas maneras sensibles y corteses para despedirse después de hacer el amor. 
Esto era algo que encajaba perfectamente con la crisis social de las grandes ciudades y con esa prisa que hace a los hombres salir corriendo de un hotel de paso, cuando ellas apenas recrean sus múltiples  vivencias. Julián nunca cometería la insensatez de mirar el reloj si ella podía notarlo, y menos aún anudarse la corbata frente al espejo cuando ella estuviera todavía acostada y en viaje a otros recuerdos.
Todas las mujeres tenían derecho a ser las que habían sido, antes de conocer al que estaba con ellas, y había que tomar en cuenta esa diferencia en “los tiempos” de una experiencia que siendo la misma, era también diferente para ambos. Julián  entendió que hacer el amor es algo que tiene que ver con el que está junto, pero también con el mundo y con otros momentos, y que no tiene por qué volver a ser nunca como la primera vez, ni tampoco eso es  importante.
Esto y mucho más había aprendido de las formas de hablar de Doña Hortensia, cuando ella soñaba que si hubiera sido invitada al palacio de Bellas Artes -  al que sólo conocía por fuera -, daría por descontado el no aplaudir en su palco, pues era tan bella, se sabría parte del espectáculo.
 Igual que la princesa Sonia Danidoff, - se interrumpió a sí mismo Julián -, la mismísima prima del Emperador de Rusia, a la que todo el mundo volteaba a ver en el teatro por ser tan bella y a la que Fantomas le robó un collar cuando cenaba en el Royal-Palace de Paris.
Julián Rojo aprendió todo esto y también de la memoria genética que informa a las mujeres cómo cuidar la cueva, cuándo debe pagar con un abrazo la despensa, o en qué ocasiones merece  llagar a su cama con el único deseo de acostarse sola. 
Llegaría a manipular todos estos conocimientos aprendidos en la infancia en alguna otra etapa de su vida, y se sabría poseedor del secreto de que amar no es algo que se declara, sino que se oculta, como una forma de guardar misterio y obtener privilegios…
“- Y tú, mi “güerito color de piano”,  por qué está tan triste, si a las mujeres te las vas a traer en la puritita chequera, - dijo Doña Hortensia, - al momento de pasarle un plato donde quedaban dos tamales verdes de los de carrito, que todavía estaban calientes.
Julián estaba lejos a poner en práctica sus lecciones sobre como tratar a las mujeres y no entendió muy bien lo que significaba una “chequera”.  Sólo recordó  su deseo de ser rico desde que vio en la carpa a “Selene del Mar”, y sintió mucha envidia por  cualquier otro que no fuera un “güerito color de piano” que pudiera  tener un cuarto solo, para no dormir en el sillón de la sala-comedor-estancia y cuarto de planchar.
Estaba harto de ser el “corre-ve-y-dile” en las tiendas cercanas y estar siempre pidiendo fiado a nombre de toda la familia, y aunque había  logrado un aparente descaro a fuerza de repetir la escena, estaba lejos de imaginar que llegaría el día en que ser cínico podría llegar a servirle para enfrentar la vida.
Su problema era más inmediato y consistía en la pena que sentía desde que su amigo  el “Nahual” tuvo que dejar la escuela, porque era el único que lo defendía en el mundo, cuando los demás compañeros  le decían cuatro ojos, el ciego o el abuelo, o pasaban corriendo, le pegaban y no podía defenderse, aunque quisiera, porque su mamá le había dicho que tenía  que cuidar los lentes.
Julián, por un momento y de regreso a la oficina de Pascal, recuerda el tiempo en que se  pudo dedicar a leer las aventuras de Fantomas  y su afán de ir a preguntar a Don Germán Bidasoa sobre los lugares donde  había vivido el famoso ladrón parisino, y la respuesta del viejo, quien al momento de ilustrarlo, afirmaba rotundo que el que no conocía Francia ni leía en francés, era  simplemente un salvaje.
El viejo relataba a Julián marcopolescos viajes por toda la latitud y longitud de la tierra, de la que también solía decir que ni siquiera el avión había empequeñecido, pues no bastaban muchas vidas bien aprovechadas para conocer la inmensidad de cosas bellas e interesantes que existían en ella.
Julián volvió a instalarse involuntariamente en una de esas tardes de lectura y un escalofrío cierto, más allá del que le producían las aventuras de Fantomas,  le recorrió la espalda al escuchar de nuevo:
-Julián, es necesario que te pongas a trabajar. Dijo Doña Hortensia.
-  A tu papá le ha ido mal y ya sabes que en dónde está, no nos puede mandar dinero. Con tus hermanos yo no cuento y tú sabes que nos han aumentado la renta.
Julián fingió seguir leyendo…
-Tienes que trabajar, ¿entiendes? 
- Yo no puedo mantenerte y no quiero otro vago como tus hermanos. Tú no sabes lo que yo he tenido que hacer todo este tiempo.
Entonces vio en el rostro de su madre la imagen de una mujer desconocida que no se parecía en nada a cualquiera de las fotos que colgaban en la pared, estaba desarreglada, tenía el pelo sucio y su gesto no tenía un ápice de compasión por él.
- ¿Trabajar, trabajar de qué?, por Dios… ¿qué quiere que haga?...¿que fabrique el empleo?
- Bien sabe usted que he buscado trabajo.
Hablaba estremecido de coraje y con la certeza de saberse inútil, impotente para resolver por sí mismo la propuesta de conseguir un trabajo sin siquiera haber aprendido un oficio. La sola idea de resolver era como un anticipo de la derrota permanente que sufrían casi todas las personas que él conocía. No había otro remedio que salir a la calle a vender cualquier cosa, hacerla de mandadero, vendedor de periódicos o organizarse con otros para hacer una banda y dedicarse a  robar, porque nadie iba a confiar en él.
Sintió que lo invadía una pena que habría de repetirse más tarde, sin remedio y cuando fuera ya viejo; la certeza de su propia inutilidad en un mundo absurdo y sin sentido, preocupado sólo por la sobrevivencia, cuando lo único que le importaba era leer los de aventuras que llegaban a sus manos e imaginar ser otro.







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Capítulo 6 LOS TRES DESEOS


Durante buen rato, Ofelia ha permanecido boca abajo sin dar la cara al Sol. No quiere pensar en nada que lo lleve a él, pero una y otra vez el rostro de ese hombre se le aparece con la misma expresión risueña con que saludó en la en el pasillo del hotel.
No quiere pensar, pero las horas intensas de estas últimas noches irrumpen con cierta violencia en su memoria. Ahora siente que una mano se desliza por su cuerpo y le cosquillea la nuca, es el sudor que resbala por sus senos y un deseo en libertad  la recorre de nuevo.
Con rápidas maniobras se dirige a la alberca  y una sensación fría la devuelve, por fin, al entorno de ese jardín. La mujer sonríe mientras bracea en el agua y por primera vez piensa en él plenamente…es su privilegio.
Pascal, entretanto, decidió endosar al personaje de la novela los acontecimientos que serían resultado de lo que le estaba pasando a Ofelia y que le habían afectado en los últimos días. Era la mejor forma de irlos enfrentando poco a poco,  huir de la pena y seguir de escapada.
Ofelia entró al departamento y casi sin hacer ruido, se fue acercando hasta la cama, se sentó en la orilla y justo en el momento en que Julián abría los ojos empezó a decirle:
-  Mira "Rouge", vine a pedirte un favor...
-  Conocí a un gringo estas vacaciones y necesito que me prestes tu coche para enseñarle Teotihuacan, porque con la "nave azul", como tú le dices al Wolkswagen, yo no llego ni a la esquina y el Enterpise, aunque esta viejo, jala muy bien y le caben más cosas.
Ser sujeto de novela se paga muy caro, Julián sabía que por ese privilegio tenía que entender a los demás personajes con una complicidad que conspiraba contra él mismo, pero no obstante acercó su cara a la de Ofelia e intentó salvar lo que el destino o su autor ya daban como un hecho.
-En la esquina de tu lado – respondió Julián, haciendo gala de imaginación - ahí donde estaban aquellos cojines haciendo un rinconcito a nivel del suelo, a través de la luna que es mi cómplice desde hace mucho tiempo, logré ver lo que hacías estas noches en que te fuiste al mar.
 - También me instalé durante todo el día en el pedazo de jardín que correspondía al cuarto de hotel en donde estabas y lo vi todo, porque te seguí en sueños. Inventó en ese momento, para tratar de conciliar y estar de acuerdo.
- Vi cada una de las escenas que últimamente te han pasado y sé lo que sucedió en este viaje del que no voy a reclamar nada, sólo por nuestro acuerdo de ser respetuosos de la libertad de ambos.
-Ahora bien – dijo en tono más firme – si vienes a decirme que necesitas  mi coche para irte con otro y crees que eso me va a dar celos, cuando yo me he quedado aquí sin el niño, sólo y buscando trabajo como un loco, estás en un gravísimo error.
- Y te voy a explicar por qué.
Continuó diciendo Julián, quien respiró lentamente para darse tiempo a pensar.
- Porque yo prefiero no perderte y por eso no te presto el coche, mi regalo de bienvenida es no preguntar nada y mejor  te invito a acostarte....
Se atrevió a decir esto último en un tono que pretendía ser seguro, abriendo las sábanas y fingiendo esperar con los ojos cerrados la caricia de Ofelia.
Quizás lo que debió hacer Julián era ser menos hábil y decir la verdad, algo así como.. "por favor no vayas a hacer lo mismo que yo hice contigo alguna vez, no vengas a decirme que me devuelves mi libertad, porque después de ti ya no sabría que hacer con ella y tendría más bien que sufrirla".
Pero Julián jugó esa ultima carta, aún a sabiendas de que ambos habían aceptado desde siempre cualquier actitud o conducta del otro con cierta indiferencia y sin dejarse afectar. Ese era el modo de entender la doble crisis, la del mundo y la del caos personal, y de esta forma ser cómplices y vivir el extraño privilegio de inventarse, aún que esto desembocara en un exceso de respeto al cinismo total de cada uno.
Habían descubierto y tenían la costumbre de regreso al diálogo y al consuelo final de "platicar la vida" sin importar que hubiera pasado, como una forma inédita y literaria de amarse. Sólo que esta vez Julián estaba perdido.
Ofelia, como toda mujer y tal como lo pudiera haber dicho Hortensia Mares, no solía cometer errores ni hacía comentarios hasta que estaba segura de lo que iba a hacer; podía guardar por conveniencia algunos detalles pero nunca decía mentiras y, desde luego,  tenía  derecho a irse.
En pocos segundos Julián cayó al fondo de sus propias historias y recordó que él también se había ido otras veces, y aunque había sentido tristeza de haberla dejado para irse a Buenos Aires, cuando se enamoró de aquella intelectual argentina, ningún argumento dicho entonces lo hubiera detenido.
Ambos se miraron un momento y Ofelia se puso de pié, dio media vuelta sobre sí misma y viéndose reflejada en el espejo empezó a decir:
-Mi querido "Rouge", tengo treinta y cinco años y ya no estoy tan joven.
Se miró entonces la palma de ambas manos como si mostrara una extrema  pobreza.
-Te quiero mucho, pero conocí a un gringo y está “pasando mi tren”.
Julián había utilizado esa misma frase cuando se fue,  y sabía que otros trenes aparecerían quizás, pero pensó solamente en los suyos y no que alguno se le aparecería finalmente a ella. En ese tren, Ofelia se iba a ir para siempre.
-Te pido que me des ésta oportunidad, porque como tu sabes mejor que yo, a lo mejor no vuelve a pasar.
 Dijo Ofelia, que sabía muy bien la fuerza de su argumento.
-Si me tocas me quedo - pretendió decir con humildad -  pero si de verdad tú me quieres, puedo ser feliz y vivir en otro lugar con el niño.
Julián recordó los consejos de su madre y se dio cuenta que eso era un cuento, que no podía tocarla en ese momento y que no la tocaría ya nunca más. Sabía que no se trataba de "airear" la relación y regresar a contarse, que no se trataba de enriquecer una historia  con pedazos de vida y coserlos una noche, para luego dejarlos en el suelo y regresar a esa forma de relación que intenta comprenderlo  todo.
No tenía caso reclamar, Julián sabía de sobra que el amor no se exige, no se suplica y  ni siquiera se merece, que solamente sucede y que la causa de una separación es siempre la misma: el amor que ha dejado de ser, o el otro que está pasando.
-Necesito, continuó diciendo ella, que te vuelvas el genio de la lámparade Aladino y me cumplas tres deseos que he venido a pedirte.
- Primero, el boleto de avión para Juliancito, que los primeros días se va a quedar con mi mamá,  pero que claro que puedes ir a verlo.
- Luego que cedas en un divorcio rápido y sin broncas la patria potestad del niño... y el tercero es que después de todo esto no te mueras, porque si algo me sale mal no tengo a quien regresar a contarle.
Sin esperar respuesta, tomó las llaves del coche de Julián y dejó las del Wolkswagen sobre la mesa.
-Todo lo demás te lo dejo. 
 Gritó ya de salida…
- ¿Qué querrá decir con "todo lo demás"?
Pensó Julián, aturdido por la pena.


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Nota: Los días posteriores iban a ser difíciles, Julián se quedaría sin Ofelia y sin lugar posible. Ser responsable de sí mismo era algo que le espantaba, porque su amor por Ofelia había sido el único “sin-sentido” de los últimos años.









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