miércoles, 27 de abril de 2011

Capítulo 2 SOLO EN LA BURBUJA

Pascal Lezama miró los anaqueles repletos de libros que estaban arriba de su computadora,  haberse entregado a ellos tantas veces, o fingir que se entregaba, era olvidar que la demás gente solía transitar las calles, enamorarse algunas veces, compartir los lugares, o salir simplemente a disfrutar el Sol. 
Sin duda era mucho más útil el acto humilde de regar las plantas o escribir una carta a su hermano -  la vida estaba hecha de actos, no de palabras - y aquella mañana se lo había  demostrado la lavandera.
Sólo que también era un poco tarde para amar al prójimo con una pureza de corazón inusitada y una humildad de espíritu difícil de inventarse a esas alturas.
Además, Ofelia le había sugerido que aprovechara estos días que estaba sin trabajo para arreglar su closet,  y él seguía ocupado en especulaciones irreales. Conceptos o definiciones escritos con un indudable propósito de ser mejor estaban ahí, en esos libros, hechos por unos pocos para unos cuantos y con la sublime pretensión de cambiar al mundo.
El problema era que todas esas páginas que debían ser un reflejo de la solidaridad universal, en su mayoría sólo manifestaban los diferentes estilos con lo que cada autor defendía “su verdad”, sus propias ideas o su manera de ver la vida, sin que ni siquiera algunos de ellos estuvieran convencidos de nada, sino a la espera de un reconocimiento, o cuando menos  de un lector.
Todo esto lo volvía a dejarlo a él y al resto del mundo en un abandono y una incomprensión que tarde o temprano haría que la humanidad entera se fuera del planeta. Más o menos por ahí debía de andar el propósito de la ciencia, e incluso el arte y hasta el grito de protesta que se escuchaba en las calles, volvían a dejarlo solo a él y todos los demás con su propia soledad.
La gran mayoría de los hombres merecían el trato de héroes por haber tenido que enfrentar esa circunstancia sin que se les hubiera aparecido Dios, ni logrado hacer ese patrimonio con el que soñaron, ni realizar el amor que esperaban. Casi todos estarían envejeciendo sin remedio, sufriendo de diabetes  y  trabajando por una pensión que quizás no les llegaría nunca.
Por eso las grandes ciudades deberían ser como un enorme mausoleo, porque todos sus habitantes merecían  el trato de héroes y tener su propio monumento,  ya que  nadie  podía ufanarse de haber sido comprendido realmente.
Pascal pensó que alguien tendría que traducir esa injusticia que se mostraba en el tiempo que se pierde al cruzar una calle; en las hileras de coches detenidos en el tráfico, en la angustia de quienes les urge recobrar su prisa. Alguien tenía que dar sentido otra vez a las canciones que permanecieron fieles a sí mismas, recuperar las miradas en busca de un encuentro, volver  a los lugares que fueron propios: los parques, las cafeterías, los bares, los hoteles de paso y todas aquellas calles que la luna ha visto.
Pero finalmente había muchos sitios de soledad compartida que impedían este rescate, los problemas del mundo eran de economía  y todo lo demás algo tan inútil como las cartas de amor mandadas a destiempo. No éramos otra cosa que palabras aisladas en busca de un significado, de una explicación o un misterio para aburrirnos menos,  y era claro que el hecho de aceptarlo así nos daba un privilegio: si no había otra cosa que el absurdo, podíamos sublimarlo, utilizar un punto y aparte a cada momento o párrafo de la vida y tomarlo como el único alimento posible, sin que esto nos preocupara para nada.  Confesar lo imposible y en el camino ir tomando del azar formas breves de realización antes de envejecer.
Así, haciendo experimentos psicológicos y morales, se podría descubrir la naturaleza íntima del espíritu, según cada cual, sin pretender corroborarlo como una verdad con pretensión de ser universal, dejar fluir la vida y pasar junto con todo lo que pasa. 
Entonces bien podría uno inventarse una explicación donde bastaría escribir una página, quizás sólo una página, en la que se probara que intentó ser mejor.
Pascal Lezama se decidió por una especie de novela, crearía un personaje que se llamara Julián Rojo, con una pareja que se llamara Ofelia y que le dijera “Ruge” sólo para burlarse. En esos párrafos podría reflejar la admiración que tuvo por su padre, su soledad actual, ese amor por alguien que nunca había logrado concretarse y suscitar las contradicciones que fueran propias del lector, si es que llegaba a tener alguno.
Escribiría primero en un cuaderno a manera de diario cuanto se le ocurriese y luego lo pasaría a la computadora para acomodar los hechos e intentar alguna forma de congruencia que se pudiera leer.  Imaginó que podía contar con la complicidad del responsable de las decisiones totales, que el universo entero era el escritorio en desorden de un Dios tratando de encontrar una forma de comprensión o abrazo para sí mismo,  y entonces él aportaría la crónica de su humilde existencia, apenas una modesta letra o un signo que completa la frase, un acento a una palabra que se le fue al creador,  pero que formaría parte de esa especie de Nuevo Documento. 
¿O qué, no había sido el relato la forma que había escogido  Dios para mostrarse? ¿ No éramos todos nosotros sus hijos?
El deseo de un ser supremo no podía ser otro que dar congruencia a esa suma de objetos, hechos o datos que no tenían integración, siempre dispersos en un “no-entendimiento” que sufrían por igual todos sus hijos, no importaba si en ese momento estuvieran viendo el fútbol o pensaran que la felicidad era tener trabajo y poder ir de compras al supermercado, y  todo esto, precisamente porque la intención de cambiar al mundo llevaba tantos siglos de fracaso, era que Dios permanecía indiferente, porque ya no hacíamos otra cosa que seguirle pidiendo.
Quizás otra razón no confesada por Pascal para intentar el escrito, era que ya no podía vivir detrás de su propio engaño y empezaba, tarde, a madurar.
Escribiría irremediablemente y cuando menos un rato, cuando menos hasta que llegara su mujer o encontrara trabajo.
El reloj marcó las dos de la mañana y la vanidad de inventarse le dio a Pascal  las energías suficientes para seguir tecleando en la computadora.
Julián Rojo, nacido en ese mismo instante, también miró el reloj…
Durante todo un día el ron había hecho sus estragos, no tenía adónde ir, atravesó Insurgentes, caminaba por Medellín, cuando apareció prendido el letrero azul de “La Burbuja”, contó el dinero y de cualquier manera decidió entrar.
Lamentaba su propia falta de voluntad para cambiar e imaginó que el destino era como una carta de póquer que alguien más se jugaba por él.
El total de la orquesta se componía de unas tarolas, un saxofón y una guitarra eléctrica; los restos raídos de una alfombra roja intentaban dar un toque de elegancia que se veía frustrada y una vedette, arriba del escenario, se desvestía siguiendo una rutina que no espera el aplauso.
Julián sintió que un aire de complicidad flotaba entre esa familia de ficheras, meseros, garroteros y músicos, presidida por la autoridad del saca borrachos. Creyó ver entre los comensales la necesidad de una  ilusión que parecía flotar en el ambiente y que igual es  falsa, pero que es grata mientras dura,  y que finalmente nada duraba para siempre.
Era aquél espejismo convocado por el hábito permanente de escapar, como una costumbre reiterada desde hace milenios y siempre a la búsqueda de la magia, de un momento que retrase a otro momento, o  que evite la pena de  tener que llegar a algún lugar.  Algo así como si el instinto de estar siempre huyendo de un presente continuo en la prehistoria, una forma de detener el tiempo que estuviera siempre de regreso para vencer, como entonces, a la modesta razón que no alcanza a comprender la multitud de cosas que están en el universo..
Los hombres se habían servido del engaño al descubrir sus beneficios e igual que los peces,  seguían mordiendo el anzuelo y cayendo en las redes. Sólo que  ellos habían caído también en otro truco, se habían empeñado en buscar lo que no es cierto, porque en el fondo sabían que ninguna otra cosa lo es por dentro. Por eso daban rienda suelta cualquier forma de consuelo, pero en el fondo, sin llegar a perdonarse por esto...
En una mesa muy cerca de la tarima improvisada, estaba el obrero sin tener muy claro estos argumentos, aún en traje de faena, abandonado a su suerte y con la deuda de una botella encima.  Esa era la consecuencia de haber sido “el otro”, el que momentos antes derrochaba simpatía entre aquellas "bellezas" que se ganaban el pan de cada noche, tenían una hora de salida y ganas de llegar a su casa porque ya estaban muy cansadas.  Igual que el obrero, aquellas mujeres también tenían una necesidad de abrazo, pero más bien esperaban un beso de sus hijos y no del desconocido de siempre, que nunca  habría de quedarse con ellas.
Aquel pobre empezó a pagar con el arrepentimiento antes que con su quincena, sabiendo que en esos momentos era inútil huir hacia la puerta y menos aún de una realidad que se hacía presente con el malestar que ya se presentaba.
La cuenta tendría que llegar como una sentencia más y la astucia de los meseros preparaba ya algún arreglo; en caso de que no le alcanzara el dinero, habían visto ya una medalla que parecía buena, o calculado el poco valor de su reloj y servido hasta ahí.
De alguna manera había que asegurar el pago del supuesto consumo, el instante en que se sintió "importante" antes de empezar a perder la conciencia y sin darse cuenta, se fueron  desdibujando en él las pretensiones. Tenía que pagar  su afirmación de hacía unos momentos, la comparsa y el grupo de modestos actores que lo habían hecho sentir “distinto” hasta la hora de cerrar, y todo esto  en el  ámbito de la modesta escenografía de ese bar de segunda.
Vestida de nuevo y atravesando el salón para llevarle una cuba, la mujer que había bailado hacía unos instantes se acercó a la mesa de Julián, calculó la hora, le adivinó el gesto, y una extraña complicidad se dio al momento de aceptar un cigarro. Como entre gitanos que no se leen la buenaventura, ambos se dijeron su nombre verdadero y se dieron cuenta que ella estaba obligada a desaparecer.
Las mujeres eran para los clientes y Julián había hecho tratos a la entrada, no podía pagar una botella y lo sentaron muy atrás, desprendido del mundo, dejado de la mano de Dios y lejos de la pista.


Nota.- No le pagué a la lavandera y Ofelia me dejó dicho que arreglara el clóset.


















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