lunes, 25 de abril de 2011

Capítulo 25 EL SEÑOR DE LOS GATOS

Con la mirada fija en la página e invadido de esa soledad, Pascal Lezama pensó en qué otros lugares donde podrían estar sus personajes y que es lo harían en ese momento. Habrá que ser justo con el más solo de todos y darle una salida, se dijo, tratando de encontrar un pretexto para acabar con Germán Bidasoa en una o dos páginas, pues el tema del viejo era difícil y también poco probable que Julián, con la vida que llevaba, lo visitara de nuevo.
En el centro histórico de la ciudad  - Pascal  inició una página más - un gato esperaba a Don Germán, lamió su pata, miró a su alrededor,  inmovilizó el tiempo.
Un gato no tiene que amar o agradecer a nadie, ser verdadero o bueno,  él no sufre por eso ni se siente obligado a reflexionar sobre las calles que transita, ni cualquier otra cosa.
Por qué estando tan cerca no lo conmueve mi soledad - pensó Germán Bidasoa - y solamente me mira sin sentirse invadido. Es posible que yo  no lo comprenda,  pero a él ni siquiera le importo, simplemente imagina que no le haré daño.
Ciertamente, después de pasar la pata por su cara,  el gato permaneció indiferente al pensamiento del viejo, bostezó satisfecho y se quedo muy quieto frente al personaje como a la espera de una respuesta.
Don Germán sintió que la indiferencia del gato no podía ser tanta y que él ya  se había transformado, aún estando despierto y en  la imaginación del felino, en un gato antropomorfo de cabeza blanca a causa de sus canas y cuerpo de color negro como su traje viejo. Creyó, extrañamente, que  formaba parte importantísima de la imaginación del felino y que éste tenía un cuestionamiento causado por su tamaño y por sus viajas pantuflas, de las que el gato esperaba le salieran garras antes de dar un imposible salto.
Entonces el viejo maestro descubrió lo que a su locura, pareció ser la realidad: 
Soy, en la mente del gato, como un Dios.
Soy en este momento, nada menos que el Señor de los Gatos, eso soy para él  -  aseguró a sí mismo -, lo que pasa  es que tampoco sabe, como tampoco lo sé yo frente a mi propio Dios, cuál es la verdadera relación que guardo con su destino.
Pero soy yo, sin embargo, quien podría darle un poco de leche, ofrecerle en sacrificio un ratón,  o acariciarle el lomo. Es más, podría asesinarle impunemente o aventarlo hacia arriba sólo por divertirme y verlo caer en cuatro patas. También podría abrirle la puerta para dejarlo entrar y estar los dos menos solos, o lanzarlo en vuelo directo a  través en un sueño, al mismísimo Egipto en época del imperio, donde sería venerado en su calidad de felino..
Pero el gato era callejero y parecía no tener preocupaciones de carácter metafísico  ni  ganas de ir a Egipto, de manera que prefería ser libre, vagar por las calles y las azoteas del barrio,  y no estar acompañado o ser protegido por el viejo. Era indudable que no lo torturaba el tiempo, no tenía sentido de la historia, ni tenía la obligación de repetirse y lamentar siempre el error. Tampoco estaba obligado a sonreír y ni siquiera tenía que sentirse orgulloso de un antepasado tigre.
Ninguno de los dos se movió.
Germán Bidasoa pareció darse cuenta de todo esto y descubrió que él estaba aún más desamparado que aquel animal, quien cerró los ojos por última vez en su mundo de presente continuo, antes de seguir su acostumbrado recorrido por los techos, justo cuando el viejo desapareció de su calidad de "todo poderoso" para entrar a su casa, convencido de que la prudencia había sido la mejor decisión.
Aquella tarde y después de haberse erigido en Dios para el gato vecino, la sensación de desamparo inundó totalmente al alma de Don Germán, quien efectivamente estaba más sólo que nadie.
No obstante haber sido siempre un soñador incurable, en ese día que no registró la historia y sin ningún reconocimiento por parte de las mayorías que en sueños,  tanto le debían, Don Germán sumó un título más a su incontable lista de proezas y honores: No despertó ya más.
No obstante su vocación irreductible y esa responsabilidad sublime de resolver el mundo, Don Germán se había visto forzado a hacer más esporádicas sus salidas a la cantina cercana, a correr aún más temprano las cortinas metálicas y a permitir, sólo cada uno o dos días, la entrada de la luz para tomar sus alimentos. 
También había decidido bañarse muy de vez en cuando, por no sentir la oxidación de los años que se herrumbaba en sus huesos y esta vez, siguiendo un destino señalado por la vía del  tren que aparecía en sus sueños, Don Germán pasó sin detenerse. El viejo sintió que no había salido nunca de su lugar de origen y que la mano agradecida de su madre le acariciaba el pelo; que había encontrado “un para siempre”  donde los deseos y las injusticias que sufría el género humano se habían solucionado lejos de él,  y una forma de consuelo inundaba aquella estación de tren que nunca había sido otra que la de su pueblo.

Al descubrir su cadáver, después de varios días, encontraron un camino interminable de hormigas, todas ellas herederas universales de sus bienes, que rindiendo un último homenaje realizaban un extraño cortejo; los insectos iban y venían incansables a una calabaza en tacha, impregnada de piloncillo, sin que se pudiera presumir que sentían realmente pena por la muerte de su benefactor.

Varios cheques de su pensión se encontraron inutilizados y como señaladores de libros, porque sus necesidades se habían reducido a un poco de queso, la calabaza misma, el periódico de ese día, o los dos tequilas de la cantina cercana, donde su silla permaneció inclinada durante algunas tardes.

Julián ni se enteró, estaba ocupado en sí mismo y recreándose en la pena, tratando de convencer al destino e invocando en la lluvia el regreso de Ofelia.











No hay comentarios:

Publicar un comentario